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Erec y Enide - Chrétien de Troyes

Chrétien de Troyes Erec y Enide Título original: Erec et Enide Chrétien de Troyes, c. 1170 Traducción: Victoria Cirlot, Antoni Rosell y Carlos Alvar Prólogo El panorama literario del norte de Francia al comenzar la segunda mitad del siglo XII era especialmente variado y extraordinariamente rico: no sólo los cantares de gesta subyugaban al público; las vidas de santos y la poesía lírica, procedente del mediodía francés, también entretenían a los nobles en los castillos y cortes. La poesía de los trovadores era aceptada con entusiasmo y muy pronto empezaron a imitarla en música, contenido y formas. Junto a los cantares de gesta, a los poemas hagiográficos y a las canciones trovadorescas, empezó a cultivarse un tipo nuevo de obras: los nobles, cada vez más preparados culturalmente y con mayor curiosidad —y también por otros motivos—, deseaban conocer los detalles de la historia de sus tierras; historia que se escribía primero en latín y de forma muy escueta, y que se redacta ahora (desde el segundo cuarto del siglo XII) en lengua romance (en francés, roman, por oposición al latín) y se adorna con abundantes ampliaciones ficticias de los acontecimientos concretos: la Escuela ha suministrado a los autores suficientes conocimientos de la técnica literaria como para llevar a cabo esas ampliaciones sin dificultades; basta aplicar las doctrinas de la Retórica para hacer, de una breve alusión, una anécdota cargada de enseñanzas. Pero, además, los autores de mediados del siglo XII han aprendido en las Escuelas a recrearse en Ovidio, destacado conocedor de los caminos surcados por Amor, cuando, a través de los ojos, llega hasta el corazón: es continuo el esfuerzo que llevan a cabo los escritores de este momento para conseguir fijar cada uno de los movimientos que produce el fuego amoroso en las almas enamoradas; siguiendo a Ovidio, los autores del siglo XII encasillan, ordenan y catalogan los distintos aspectos que reviste el amor y las diferentes reacciones que provoca la pasión, con lo cual, las supuestas historias de los antepasados se convierten en pintorescas narraciones, ya que en su seno se introducen todo tipo de fantasías. Nacida a mediados del siglo XII, la novela toma elementos propios de cada uno de los géneros de mayor éxito: de la épica proceden muchas descripciones de batallas, misivas, embajadas y asambleas, pero también algunos de los más significativos grados de la escala de valores: la nobleza de corazón, el amor a la tierra de los antepasados, la valentía en el combate, el poder de la palabra empeñada y de la promesa. La poesía lírica de los trovadores ha enseñado a apreciar los detalles de poco relieve, el simbolismo de la llegada de la primavera, con el nacimiento de una renovada vida, las rosas en los espinos, la nieve que se derrite y el canto del ruiseñor; pero también ha transmitido un concepto nuevo de amor, en el que la dama está muy por encima de las posibilidades del enamorado, que, a su vez, la adora como algo sublime; y también, ha transmitido el gusto por la conversación, por el entretenimiento tranquilo, de corte, frente a los violentos juegos de los caballeros épicos. Por último, de los historiadores se ha imitado el aire de veracidad y el amor por la cronología, sin dejar posibilidad a errores o contradicciones en la datación interna: la novela surge, pues, como una forma nueva de historia y recibe —en su origen— el mismo nombre que ésta (roman). No debe extrañar que el lector interprete como histórico cuanto lee en las novelas, pues ése es el deseo de los autores. Chrétien de Troyes rompe con las ataduras pseudo-históricas y lleva a cabo su obra con cierta libertad, pero continúa siendo tributario —en un aspecto u otro— de la tradición literaria de su época: el roman de tema clásico —concretamente el de Thèbes y el de Enéas— le ofrece una técnica depurada para estudiar los movimientos del espíritu; la literatura trovadoresca le ofrece un alto concepto de la «cortesía»; la tradición bretona le suministra temas, que reelabora o que rechaza (como el de Tristán) y contra los que lucha con personajes que en cada momento afirman su libertad total en la elección del destino: es evidente la sombra de Tristán, arrastrado por una pasión fatal, debida al filtro amoroso tomado por error; no existe la equivocación en el comportamiento de los seres creados por Chrétien ni el engaño interior: la esposa —en contra de las normas corteses— está enamorada de su marido y quien disfruta del cuerpo, disfruta también del espíritu de su dama. Chrétien es el padre de la novelística posterior y el creador de personajes tan importantes como Lanzarote y Perceval; pero además, es Chrétien quien ha conseguido convertir el tumultuoso universo épico, en el que lucha toda la colectividad, en un apacible mundo idílico, donde apenas se oye algún murmullo que altere el canto de los pájaros y las exclamaciones de júbilo: el héroe lucha solo. La personalidad de Chrétien de Troyes no es menos interesante que su obra, y lo es por el desconocimiento que tenemos de su vida, lo que ha generado numerosas conjeturas. Lo poco que sabemos de Chrétien se deduce de su propia obra: en el Chevalier de la Charrette, dirige la dedicatoria a María de Champagne, hija de Luis VII de Francia y de Leonor de Aquitania. María fue condesa de Champagne desde su matrimonio con Enrique I, conde de Champagne, que tuvo lugar en 1164. El Conte du Graal lo dedica a Felipe de Alsacia, conde de Flandes, que murió antes de 1191. Así, pues, se pueden establecer como límites las fechas de 1164 y 1191, lo cual situaría a nuestro autor en la segunda mitad del siglo XII. Por otra parte, el hecho de que no sepamos casi ningún detalle acerca de Chrétien ha favorecido las especulaciones para intentar identificarlo: Gaston Paris pensó en un canónigo de la abadía de Saint Loup de Troyes, llamado Christianus y que está documentado en una carta de 1173; sin embargo, la frecuencia con que aparece este nombre en el siglo XII invita a mantener cierto escepticismo al respecto. Lo único que parece seguro es que estuvo vinculado a la corte de Champagne, establecida en Troyes, a la que acudió en varias ocasiones Felipe de Alsacia[1]. La posibilidad de que Chrétien visitara la corte inglesa de Enrique II, aunque verosímil, no pasa de ser una hipótesis. Terreno más firme pisamos al estudiar su obra, pues el mismo Chrétien hace un catálogo de sus escritos al comenzar el roman titulado Cligès: Cil qui fist d’Erec et d’Enide, et les comandemanz d’Ovide et l’art d’amors an romans mist, et le mors de l’espaule fist, del roi Marc et d’Ysalt la blonde, et de la hupe et de l’aronde et del rossignol la muance, un novel conte rancomance[2]… [El que compuso sobre Erec y Enid, que narró las enseñanzas de Ovidio y el arte del amor, que compuso sobre el mordisco del hombro, sobre el rey Marco e Iseo la rubia y la metamorfosis de la abubilla, de la golondrina y del ruiseñor, ahora empieza un nuevo cuento…] El texto no por conocido es menos importante y nos muestra de forma clara la cultura de Chrétien: en la lista citada hay dos temas de origen bretón (Erec y la historia del rey Marco e Iseo, es decir, Tristán), pero los de origen clásico son cuatro: las «enseñanzas de Ovidio» son, sin duda, una traducción de los Remedia Amoris, igual que el «arte del amor» era una versión del Ars Amandi ovidiano; por último, el «mordisco del hombro» alude a la fábula clásica según la cual Tántalo ofreció a los dioses como manjar a Pélope; sólo Démeter —preocupada por otros asuntos— probó la comida, dando un mordisco en el hombro de la desdichada víctima; y, finalmente, la «metamorfosis de la abubilla, de la golondrina y del ruiseñor» es una adaptación de la historia contada por Ovidio en el libro VI de las Metamorfosis y en la que intervienen Procne, Tereo y Filomela[3]. Es evidente la preparación ovidiana de Chrétien; el mundo clásico ocupa la mayor parte de la producción de nuestro escritor antes del Cligès: sin embargo, el mundo bretón gana terreno con el paso del tiempo y, después del roman citado, sólo realiza obras de carácter artúrico (Yvain, Lancelot y Perceval); además de todos estos textos, se le atribuyen dos canciones de carácter trovadoresco, primer intento de aclimatación de la lírica de tipo cortés en el dominio del norte de Francia[4]. La cronología relativa de las obras de Chrétien se puede establecer con cierta facilidad a partir de los elementos de juicio que poseemos: es posible que las narraciones de tema clásico sean obras de juventud o, por lo menos, que sean de las primeras que escribió[5]; así lo atestiguan algunos elementos, como la abundancia de recursos retóricos, que hacen pensar que se trata de trabajos escolares[6]. Chrétien debió iniciarse en las letras en pleno apogeo de la materia clásica y, por tanto, estas obras encajarían perfectamente en un momento muy concreto de la historia literaria del siglo XII[7]. Los tanteos y esbozos no se limitaron a las obras ovidianas, sino que también alcanzaron a la poesía lírica con las canciones de amor cortés, según acabamos de decir. Más importancia tiene la cronología de las novelas extensas: el Erec es la más antigua, no cabe duda, aunque se manifiesta como obra de un escritor familiarizado ya con técnica y recursos; los críticos se han dividido al fechar este roman, oscilando entre unos márgenes de una veintena de años (1150-1170)[8]. La obra siguiente fue —seguramente— Cligés (entre 1170 y 1176). El Chevalier au Lion (Yvain) y el Chevalier de la Charrette (Lancelot)[9] parece que fueron compuestos a la vez: esta conjetura se basa en que las intrigas de las dos obras se cruzan y complementan; así, por ejemplo, Gauvain (Galván) toma parte en el Yvain hasta el verso 2800, aproximadamente; después no vuelve a ser nombrado hasta casi dos mil versos más adelante: el mismo personaje justifica su ausencia porque ha estado buscando a la reina Ginebra, secuestrada por Meleagant (episodio motor del Lanzarote); estas obras se pueden fechar entre 1177 y 1181. Finalmente, el Conte du Graal (Perceval)[10], inacabado, debe ser el último libro de nuestro autor y hay que situarlo entre 1181 y 1190[11]. El Erec es, pues, la obra más antigua de Chrétien y, a la vez, es la primera dedicada a la materia de Bretaña: es también, sin duda, uno de los romans mejor construidos de nuestro autor. Todos los críticos coinciden en alabar la perfección de la estructura de la primera gran novela de Chrétien, que se ha esforzado en armonizar hasta los más pequeños detalles: Tras una breve introducción en la que Chrétien se presenta y da a conocer los móviles que le impulsan a escribir su obra, comienza la historia con la recuperación de la aventura de la caza del ciervo blanco: todos los caballeros salen en busca del animal, menos Erec que se queda para acompañar a la reina, sin armas. El protagonista y Ginebra se encuentran en el bosque con un enano felón, que maltrata a la doncella de la reina, sin que el caballero que lo acompaña se atreva a impedirlo. Las reprensiones de Erec sólo sirven para que sea humillado por el enano sin que Erec pueda responder, ya que va desarmado. Erec persigue al enano felón y al caballero descortés, dispuesto a vengarse de la afrenta en cuanto encuentre armas. Llega así a un castillo en el que le da alojamiento un valvasor, que —además— le presta las armas para conquistar, en combate con el caballero descortés, un gavilán. Erec se enamora de la hija del valvasor, que se la concede como esposa. Vuelven a la corte del rey Artús, cumplida la venganza. Finaliza la aventura del Ciervo Blanco con el beso a la más hermosa de la corte, que es la hija del valvasor; después se celebran las bodas de Erec y Enid con gran magnificencia. Los jóvenes recién casados vuelven a la corte del rey Lac, padre de Erec, donde el protagonista se entrega al amor abandonando todo hecho de armas, por lo que es censurado por sus compañeros. Al enterarse Erec, decide salir a la aventura acompañado sólo por Enid, para demostrarle su amor, su valentía y su caballerosidad y ella, a su vez, le manifiesta de forma continua un amor a toda prueba; se suceden así la aventura de los tres caballeros ladrones, la de los cinco caballeros, la del Conde Galoaín y el enfrentamiento con el rey Guivrete el Pequeño, leal adversario de Erec; el héroe combate después con los gigantes felones y —tras vencerlos— cae extenuado ante Enid, que lo considera muerto. Al oír los llantos de Enid, acude el desaprensivo conde de Limors, que se enamora de la dama y decide casarse con ella: el banquete de bodas se celebra junto al supuesto cadáver de Erec, quien vuelve en sí con el tumulto, salva a su amada, mata al perverso conde y huyen juntos. Encuentran a Guivrete el Pequeño y, con él, van a descansar a un castillo donde Erec es curado de sus heridas. La «Alegría de la Corte» es la última aventura de la obra: Erec consigue liberar al caballero prisionero de su propia dama, volviendo con ello la alegría a toda la región. Después, Erec es coronado rey con gran honor por el propio Artús. Erec representa la figura ideal de caballero, es joven y posee todo tipo de cualidades: representa la mesura, evita cualquier exceso y no cesa de formarse[12] como caballero y como futuro rey; es valiente y generoso, y sobre todo tiene un gran sentido del honor. Parece que Chrétien ha querido subrayar las cualidades del héroe con el ejemplo de Galoaín o el de los dos gigantes: el caballero es derrotado por no haber sabido conservar las dos virtudes esenciales, lealtad y mesura. Enid encarna la gracia y la ternura. A lo largo de toda la obra aparece siempre como «sage», cúmulo de virtudes femeninas, y también como hermosa sin igual. Es, en definitiva, un ideal femenino en armonía con el ideal masculino encarnado por Erec. Pero Enid no sólo encarna un ideal: es una heroína profundamente humana, que reacciona con auténtico miedo cuando ve a su amado en peligro, tanto en el campo de batalla como en lo referente al prestigio personal: teme que Erec pierda el los, el buen nombre, la fama, y eso le impulsa al sacrificio de la prueba. Tal como señala Foerster, Erec y Enid encarnan la compatibilidad entre el amor, el matrimonio y la caballería: este amor se opone, por una parte, al de los personajes de la «Alegría de la Corte» y, por otra, a Tristán e Iseo. Chrétien, a la vez, proyecta los ideales humanos y caballerescos en Erec y Enid, en los que la duda, producto de elementos externos a la pareja de recién casados, sirve para reafirmar el leal amor mutuo, primero en el matrimonio, luego en la caballería y más tarde en la coronación; sólo llegarán al perfecto amor Iras duras pruebas. Erec, en el mundo de las armas; Enid, mediante su fidelidad y sagesse. Cuantos se han ocupado del asunto, coinciden en considerar que el Erec y Enid está construido sobre una estructura perfectamente establecida; sin embargo, las discrepancias abundan a la hora de fijar esa estructura. Gaston Paris consideró que este roman estaba formado por tres componentes, sin ningún tipo de conexión íntima; el último de los componentes, la «Alegría de la Corte», se podría dividir, a la vez, en otros dos: la aventura de la Alegría propiamente y la coronación de Erec. Una gran parte de la crítica suele aceptar la división tripartita del roman; así lo hacen, por ejemplo, W. A. Nitze y A. Hoepffner: la historia que cuenta Chrétien estaría organizada en una introducción (Hoepffner incluye en ella hasta la conquista de la hija del valvasor), una sucesión de aventuras (que finaliza con la reconciliación de los esposos y su regreso a la corte) y, por último, el episodio de la «Alegría de la Corte», que aparece —a simple vista— como una adición posterior. A grandes rasgos, esta misma estructura es la que establece, también, Foerster. Por su parte, Frappier ve el roman organizado como un tríptico en el que ocupan el primer lugar no los acontecimientos o las aventuras, sino el estado psíquico de los personajes: en la introducción se prepara psicológicamente el resto de la obra; es un cuento idílico, similar a un lai, en el que se narra una aventura de amor con desenlace feliz. A continuación, se produce una crisis que impulsa a Erec a salir en busca de aventuras, que sobrevienen con una extraordinaria rapidez, pues sólo transcurren cuatro días desde la marcha hasta la reconciliación. Por último, Erec restablece la felicidad amenazada, y no sólo en un aspecto personal, sino también para el resto de la colectividad: en contra de los consejos de todos, emprende la aventura de la «Alegría de la Corte», de la que sale victorioso, con el reconocimiento de los ciudadanos y del mismo rey, que le corona con gran esplendor. T. B. W. Reid y J. P. Collor, por ejemplo, aceptan el planteamiento de Frappier, aunque perfilan algunos detalles, como la importancia que se le debe conceder al episodio de la boda de Erec, dentro del conjunto de la obra. Ligeramente distinta es la estructura defendida por Z. P. Zaddy, que sostiene la existencia de un planteamiento simétrico: una primera parte estaría constituida por el triunfo de Erec al conseguir a Enid y terminaría con la narración de la boda. En el punto central, cenit de la obra, hallaríamos la antítesis emocional de los héroes, con su distanciamiento y reconciliación. En tercer lugar, en el mismo plano que los episodios iniciales, estaría la vuelta a la corte y la coronación[13]. Pero no todos los críticos coinciden en esta tripartición estructural. Bezzola, Köhler y Kellerman defienden una composición binaria: el idilio del comienzo se equilibra con la recuperación de la honra al final[14]. En cualquier caso, queda claro —a pesar de esta brevísima exposición— que el Erec se ha formado gracias a la suma de diversos elementos, que quedan unidos a través del deseo del héroe de recobrar la honra aparentemente perdida en varias ocasiones: en el v. 244-245, Erec exclama «se je puis, je vangerai / ma honte, ou je la crestrai», expresión que indica cuál es el motivo que impulsa al héroe y que en definitiva no es otro que la venganza. Y la venganza, la cólera y la irritación son las causas que mueven los cantares de gesta; pero Chrétien ha sabido ir más lejos y ha conseguido que Erec y Enid actúen según un ideal: ha hecho de los protagonistas esposos y amantes, enamorados y valientes; y por encima de todo ello, son hermosos y corteses… Sería un poco arriesgado hablar de apología del matrimonio, pero no nos cabe ninguna duda de que Chrétien propone un modelo para una moral práctica. Ya desde época muy temprana comienzan las adaptaciones del tema de Erec y Enid. Posiblemente, el más antiguo de los adaptadores fue Hartmann von Aue, caballero alemán que escribió a finales del siglo XII una versión de esta obra, aunque es posible que utilizara alguna copia diferente de las que se nos han conservado, pues hay importantes divergencias. Hartmann von Aue se preocupa, más que su predecesor, de profundizar en los sentimientos de los personajes, en detrimento de la agilidad tan característica de la obra de Chrétien. Casi un siglo posterior es la versión en prosa noruega, titulada Erexaga, más directamente relacionada con el Erec de Chrétien que la versión de Hartmann von Aue. Mayores problemas plantea el mabinogi[15] galés titulado Gereint ab Erbin, pues narra la misma historia del Erec con notables similitudes: la crítica ha discutido si era éste el «cuento de aventuras» al que se refería Chrétien al comienzo de la obra o si, por el contrario, fue el narrador galés el que se inspiró en el escritor de Troyes; la hipótesis más aceptada en la actualidad sostiene que, posiblemente, tanto Chrétien como el anónimo autor del Gereint utilizaron una fuente común y que, además, este último conoció, sin duda, el Erec y algún otro texto oral utilizado por Chrétien[16]. Por último, debemos señalar la existencia de una versión del Erec en prosa francesa del siglo XV, realizada en la corte de Borgoña. A pesar de esta repercusión, la obra de Chrétien no fue impresa hasta 1856 (por Bekker) y fue juzgada con inusitado rigor por la crítica romántica; un siglo y medio más tarde, se puede afirmar que el Erec y Enid merece un puesto destacado en la historia literaria medieval. Nuestra traducción ha sido realizada a partir de la edición de Mario Roques basada en el manuscrito de Guiot (CFMA, 80) París, Champion, 1973, aunque hemos cotejado cada verso con la clásica edición crítica de Wendelin Foerster (Halle, Max Niemeyer, 1890): hemos procurado recoger las diferencias textuales añadiendo entre corchetes los pasajes que constan en la edición de Foerster y que no aparecen en el manuscrito de Guiot. Hemos elegido el Erec y Enid de Roques por razones meramente prácticas, pues resulta más accesible a un público no especializado. C.A. EREC Y ENIDE Introducción Dice el villano en su proverbio que a veces se menosprecia algo que vale mucho más de lo que se piensa; por ello actúa adecuadamente quien teniendo conocimiento lo aplica bien, pues aquel que lo descuida podría callar algo que después sería muy agradable. Por esto dijo Chrétien de Troyes que es justo que cada uno piense y ponga siempre su empeño en hablar y enseñar bien: de un cuento de aventuras ha sacado un relato muy hermoso por el cual se prueba y se sabe que actúa más sabiamente aquel que no abandona su ciencia, de acuerdo con la gracia que Dios le otorga; el cuento trata de Erec, hijo de Lac, y aquellos que quieren vivir de contarlo, suelen destrozarlo y corromperlo delante de reyes y condes. Comenzaré ahora la narración que permanecerá en la memoria mientras dure la cristiandad; de esto se envanece Chrétien. Caza del Ciervo Blanco y encuentro con el enano felón El día de Pascua, en primavera, el rey Artús había reunido la corte en Caradigán, su castillo; nunca se vio tan rica corte, pues tenía muchos y buenos caballeros, atrevidos, valerosos y fieros, y también ricas damas y doncellas, hijas de reyes, hermosas y gentiles; antes que la corte se separara, el rey dijo a sus caballeros que quería cazar el Ciervo Blanco a fin de restablecer la costumbre. A mi señor Galván no le satisfizo demasiado cuando oyó esta proposición: —Señor —dijo—, de esta cacería no obtendréis ni satisfacción ni gracia. Todos sabemos, desde hace mucho tiempo, qué costumbre es la del Ciervo Blanco: a aquel que pueda matar al Ciervo Blanco le corresponde, por derecho, besar a la doncella más hermosa de vuestra corte, pese a quien pese. Muy grandes males nos pueden venir, pues ahora hay quinientas doncellas de alta estirpe, hijas de reyes, gentiles y discretas; no hay ninguna que no tenga, por amigo, a un valiente y valeroso caballero, dispuesto a probar que, con razón o sin ella, la que le agrada es la más hermosa y gentil. El rey responde: —Bien lo sé; pero no dejaré de hacerlo por ello, pues palabra que el rey dice no debe ser discutida. Mañana temprano iremos todos con gran placer a cazar el Ciervo Blanco al Bosque de la Aventura: esta cacería será maravillosa. De tal modo es preparada la caza para el día siguiente, para cuando amanezca. Al día siguiente, tan pronto como amanece, el rey se levanta y se prepara, y se viste con una corta túnica para ir al bosque. Hace que despierten a los caballeros y que se dispongan los caballos; éstos llevan arcos y flechas y van a cazar al bosque. Después, monta la reina; juntó a ella, una jovencita que era doncella, hija de rey, y cabalgaba un buen palafrén. Tras ellas iba espoleando un caballero, que se llamaba Erec; pertenecía a la Tabla Redonda, y en la corte tenía gran fama; mientras él estuvo allí no hubo caballero tan loado, y fue tan hermoso que en ninguna otra tierra se podía buscar otro más bello que él. Era muy hermoso, valiente y gentil y aún no tenía veinticinco años; nunca ningún hombre de su edad tuvo tan nobles cualidades; ¿y para qué hablar de su bondad? Iba montado sobre un destrero y llevaba abrochada una capa de armiño; viene galopando durante todo el camino; debajo llevaba una cota de noble tela de seda decorada con arabescos, hecha en Constantinopla; llevaba calzas de seda, muy bien hechas y cortadas; iba bien sujeto en los estribos y calzaba espuelas de oro; no llevaba consigo arma alguna, a excepción de su espada. Tanto espolea que alcanza a la reina en un recodo del camino: —Señora —dijo—, iría con vos, si os place, en esta marcha; no vengo aquí por otro asunto sino para haceros compañía. La reina se lo agradece: —Buen amigo, me gusta mucho vuestra compañía, sabedlo de veras, pues no podría encontrar otra mejor. Entonces cabalgan con gran satisfacción y llegan directamente al bosque. Los que habían ido delante ya habían levantado al ciervo; unos tocan el cuerno, otros gritan; los perros alborotan detrás del ciervo, corren y muchas veces ladran y le persiguen; los arqueros tiran continuamente. Delante de todos ellos caza el rey, sobre un corcel español de caza. La reina Ginebra estaba en el bosque y oía a los perros; a su lado, Erec y la doncella, que era muy cortés y hermosa; pero se habían alejado tanto los que habían levantado el ciervo que no se oía nada, ni cuernos, ni cazadores ni perros. Para prestar atención y escuchar si oían hablar a algún hombre, o el grito del perro por alguna parte, los tres fueron hacia un claro del bosque y se detuvieron frente a un camino. Pero muy poco tiempo llevaban allí cuando vieron a un caballero armado que venía montado en un destrero, el escudo al cuello, empuñando la lanza. La reina lo vio a lo lejos: a su lado, a la derecha, cabalgaba una doncella de buena apariencia; delante, sobre un gran rocín, venía un enano por el camino y llevaba en la mano un látigo con un nudo en la punta. La reina Ginebra quiso saber quién era al ver al caballero, bello y erguido. Mandó a su doncella que fuera rápidamente a hablarles: —Doncella —dijo la reina—, id y decidle a aquel caballero que venga y traiga a su doncella consigo. La doncella va apresuradamente, sin rodeos, hacia el caballero. El enano sale al encuentro con el látigo en la mano: —Doncella, ¡paraos! —dijo el enano que estaba lleno de felonía—, ¿qué buscáis por aquí?; aquí delante nada tenéis que hacer. —Enano —respondió ella—, déjame ir: quiero hablar con ese caballero, pues me ha enviado la reina. El enano le cerraba el camino, pues era muy felón y de bajo origen. —No tenéis nada que hacer —dijo él—, volveos. No tenéis ningún derecho a hablar a tan buen caballero. La doncella, que se ha puesto delante y quiere pasar aunque sea a la fuerza, siente un gran desprecio por el enano, al que ve tan pequeño. Entonces el enano alza el látigo al ver que se acerca, e intenta golpearle en la cara, pero ella se ha puesto delante el brazo; aquél lo vuelve a intentar y la ha alcanzado al descubierto en la mano desnuda: le da tal golpe sobre el revés de la mano que le hace un verdugón. La doncella, ya que no puede hacer nada mejor, a su pesar, tiene que volverse; regresa llorando, de los ojos le descienden las lágrimas por la cara. La reina no sabe qué hacer cuando ve a su doncella herida, y lo siente mucho y se aflige: —¡Ay! Erec, buen amigo —dice la reina—, mucho me duele que mi doncella haya sido golpeada por ese enano; muy villano es el caballero que ha permitido que tal aborto golpeara a tan bella criatura. Erec, buen amigo, id y decidle al caballero que venga, que no se resista más: quiero conocerlo, a él y a su amiga. Erec espolea hacia allí, pica al caballo con las espuelas, y va directamente hacia el caballero. El enano perverso lo ve venir y le sale al encuentro: —Vasallo —dijo el enano—, retroceded, no sé qué tenéis que hacer aquí, os aconsejo que os retiréis. —¡Huye! —dijo Erec— enano enojoso, eres demasiado felón y mezquino; déjame pasar. —Vos no pasaréis. —Sí lo haré. —No lo haréis. Erec derriba al enano; el enano fue tan traidor como pudo: con el látigo le dio un fuerte golpe en el cuello. El cuello y la cara se le enrojecieron por el golpe del látigo; de arriba a bajo aparecen las marcas que le han hecho las correas. Sabía con certeza que no podía aspirar a herir al enano, pues vio que el caballero estaba armado, y era muy felón e insensato; teme que muy pronto lo mataría si delante de él golpeaba al enano. La locura no es cualidad noble; por esto, Erec actuó con mucha sensatez, y se volvió sin hacer nada. —Señora —dijo—, ahora es peor; el enano traidor también me ha golpeado hiriéndome en la cara; no he osado golpearlo ni tocarlo, pero nada se me debe reprochar, pues yo estaba completamente desarmado: y he temido al caballero armado, que es villano y capaz de cualquier ultraje; no me lo he tomado a juego: pronto me hubiese matado por su orgullo. Ahora os prometo que, si puedo, vengaré mi vergüenza o la acrecentaré; pero mis armas están demasiado lejos, y no las tendré para esta ocasión, pues hoy por la mañana las dejé en Caradigán, cuando me puse en marcha. Si las fuera a buscar, quizás no podría volver a encontrar al caballero para tal aventura, pues se aleja deprisa: me conviene seguirlo inmediatamente, esté donde esté, de cerca o de lejos, hasta que pueda encontrar armas ya sea alquiladas o prestadas. Si hallo a alguien que me preste las armas, al instante el caballero me encontrará dispuesto para la batalla y habéis de saber sin duda alguna que ambos combatiremos hasta que él me venza o yo a él. Y, si puedo, en tres días, regresaré; entonces me volveréis a ver en vuestra casa, contento o dolido, no sé cómo. Señora, no puedo esperar más: es necesario que siga al caballero; me voy, a Dios os encomiendo. Y la reina asimismo lo encomienda a Dios más de quinientas veces para que lo proteja del mal. Erec se separa de ella y persigue al caballero; la reina se queda en el bosque, donde el rey ha cazado el ciervo, pues llegó antes que nadie; lo han matado y lo han cogido, y todos se ponen en camino de vuelta, llevándose el ciervo, así se marchan y vuelven a Caradigán. Después de cenar, cuando los nobles estaban entretenidos en la corte, el rey, tal como era normal, ya que había cazado el ciervo, dijo que iría a dar el beso para restituir la costumbre del ciervo. Por la corte se oye un gran murmullo: todos juran y prometen que esto no será hecho sin enfrentamientos de espada o lanza de fresno. Cada uno quiere demostrar, mediante hechos de armas, que su amiga es la más bella de la sala; muy malas han sido las palabras del rey. Cuando mi señor Galván se enteró, sabed que no le gustó nada; y se puso a hablar con el rey: —Señor —dijo—, muy agitados están vuestros caballeros. Todos hablan del beso y todos dicen que no se solucionará si no es con enfrentamientos o con batalla. Y el rey responde con buen sentido: —Buen sobrino Galván, aconsejadme, salvad mi honor y mi rectitud, pues estoy preocupado por el enfrentamiento. Al consejo acude gran parte de los mejores nobles de la corte: ha ido el rey Idier, primero de los llamados; luego el rey Cadiolán, que era muy prudente y valeroso; Keu y Girflete han venido y el rey Amalguín también estuvo, y con ellos estaban reunidos bastantes otros nobles. Tan animada está la conversación que acude la reina; les cuenta su aventura, de cómo encontró en el bosque al caballero que estaba armado y al enano felón y pequeño que con su látigo golpeó en la mano desnuda a la doncella, y también les cuenta cómo hirió el enano de forma vergonzosa a Erec, y cómo éste siguió al caballero para acrecentar o vengar su deshonra, y que debía regresar al tercer día, si podía. —Señor —dijo la reina al rey—, esperad un poco por mí. Si estos nobles aprueban mi propuesta, aplazad este beso hasta el tercer día, en que Erec haya vuelto. No hay nadie que se oponga y el mismo rey lo otorga. El valvasor cortés Erec va siguiendo por todo el camino al caballero que estaba armado y al enano que le golpeó, hasta que llegan a un castillo bien emplazado, fuerte y hermoso; entraron directamente por medio de la puerta. En el castillo había gran alegría de caballeros y doncellas, de las que algunas eran muy hermosas. Unos paseaban por las calles con gavilanes mudados y halcones, y otros llevaban halcones machos y azores mudados y castaños; otros, por su parte, juegan a los dados o al azar, unos a las tablas y otros al ajedrez. Los muchachos limpian y cepillan los caballos delante de los establos. Las damas se adornan en sus habitaciones. En cuanto ven venir al caballero que conocen, al enano y a la doncella que van con él, salen a su encuentro de tres en tres. Todos le abrazan y saludan; poro por Erec ni se mueven, ya que no lo conocen. Erec sigue todos los pasos del caballero, hasta que vio que se había hospedado; Erec se alegra mucho entonces. Avanza un poco más y ve sobre unos escalones a un valvasor algo viejo, pero de pobre corte; era un hombre bello, canoso y blanco, de buena presencia, gentil y noble; estaba sentado allí completamente solo y parecía que estaba meditabundo. Erec pensó que era hombre noble y que pronto le daría albergue; por la puerta entra en el patio. El valvasor corre hacia él; antes que Erec le haya dicho palabra, el valvasor le saluda: —Buen señor —dijo—, sed bienvenido y dignaos aceptar mi hospitalidad, ved el alojamiento aquí preparado. Erec responde: —Os lo agradezco, pero no he venido por ello. Sin embargo esta noche tengo necesidad de albergue. Erec desmonta del caballo, el mismo señor se lo sujeta y se lo lleva por las riendas detrás de sí. Muestra a su huésped gran alegría. El valvasor llama a su mujer y a su hija, que era muy bella, y que estaban trabajando en un taller, pero no sé qué trabajo hacían. Salen fuera la dama y su hija, vestida con una camisa de faldones anchos, fina, blanca y plisada; debajo llevaba una saya, no tenía más ropa, y la saya estaba tan vieja que por los lados estaba rota: encima, la ropa era pobre, pero debajo había un bonito cuerpo. La doncella era muy gentil, pues la Naturaleza, que la hizo, puso en ella todo su entendimiento; la misma Naturaleza se maravilló más de quinientas veces por haber podido hacer una criatura tan bella de una sola vez; pero luego no pudo evitar afligirse por no poder volver a hacer, de ningún modo, otra semejante. Por esto la Naturaleza atestigua que nunca fue vista tan bella criatura en todo el mundo. En verdad os digo que Iseo la rubia no tuvo el cabello tan rubio ni reluciente, de modo que no hubo nunca nadie semejante a ésta. Tenía el rostro y la frente más claros y blancos que la flor de lis; respecto a su color, maravillosamente, su cara estaba iluminada de un fresco color rojo que le había concedido la Naturaleza. Sus ojos irradiaban tan gran claridad que parecían dos estrellas. Dios no sabría hacer mejor la nariz, la boca, ni los ojos. ¿Y para qué hablar de su belleza? En verdad que ésta fue hecha para ser contemplada, para que uno pudiera mirarse en ella como en un espejo. Salió del obrador, y cuando vio al caballero, que jamás había visto a otro semejante, retrocedió un poco, y como no le conocía tuvo vergüenza y se sonrojó. Erec, a su vez, se asombró al ver su gran belleza. Y el valvasor le dijo: —Bella y dulce hija, tomad el caballo y llevadlo al establo junto a los míos, cuidad que no le falte nada: quitadle el freno y la silla, y dadle avena y heno; acomodadlo y limpiadlo para que esté como es debido. La doncella toma el caballo, le suelta el petral y le quita el freno y la silla. El caballo tiene ahora muy buen albergue; ella se ocupa muy bien y con mucho cuidado del caballo: le pone un cabestro, le pasa la almohaza, lo cepilla y lo limpia, lo lleva al pesebre y le echa heno y avena, bastante fresca y reciente. Luego vuelve junto a su padre y éste le dice: —Mi querida hija, coged por la mano a este señor y honrarle. La doncella no tardó en hacerlo, lo lleva de la mano a su lado, pues de ningún modo era villana; lo lleva de la mano hacia arriba. La dama había ido delante a preparar la casa; extendió cojines bordados y tapices por encima de los lechos donde se sentaron los tres: Erec tenía a un lado a la doncella y al otro al señor. El fuego ardía muy brillante delante de ellos. El valvasor no tenía criados excepto uno que le servía, ni camareras ni doncellas. El criado preparó en la cocina carne y aves para cenar. No lindó en prepararlo y lo dispuso rápidamente, y coció y asó la carne. Cuando tuvo la comida preparada tal como se le había encomendado, les ofrece agua en dos recipientes; la mesa, el mantel [el pan y el vino] y las bandejas fueron aparejados y puestos enseguida, y ellos se sentaron a comer, y todo cuanto necesitaron, lo tuvieron a voluntad. Una vez hubieron cenado a su gusto y la mesa fue quitada, Erec preguntó a su huésped, que era el señor de la casa: —Decidme, buen huésped, ¿por qué está vestida vuestra hija con ropa tan pobre y vil siendo como es bella y educada? —Buen amigo —respondió el valvasor—, la pobreza perjudica a la mayoría y también lo hace conmigo. Mucho me pesa verla tan pobremente ataviada, pero no tengo con qué vestirla: he estado tanto tiempo en guerra que he perdido todas mis tierras, las he empeñado o vendido. Y sin embargo podría ir bien Vestida, si yo permitiese que ella aceptara lo que le ofrecen; el señor de este castillo la habría vestido hermosa y adecuadamente y también le habría dado todos sus bienes, pues ella es su sobrina y él es el conde; no hay en todo este país ningún noble [por rico o poderoso que sea], por mucho mérito que tenga, que no la hubiera tomado por esposa si yo hubiera consentido de buen grado. Pero espero aún mejor ocasión para que Dios le dé mayor honor, de forma que la aventura le traiga un rey o un conde que se la lleve. ¿Acaso hay bajo el cielo rey o conde que se avergüence de mi hija, que es tan maravillosamente bella que no se puede encontrar su semejante? Es muy hermosa, pero su discreción vale mucho más que su belleza. Nunca hizo Dios criatura tan inteligente ni de corazón tan noble. Cuando estoy cerca de mi hija, el mundo entero no me importa nada; es mi deleite, mi entretenimiento, mi solaz, mi consuelo, es mi riqueza y mi tesoro y a nada amo tanto como a su persona. Conquista del gavilán Cuando Erec hubo escuchado todo cuanto su huésped le contó, le pide que le diga quiénes eran todos aquellos caballeros que habían llegado al castillo, en el que no había calle, por pobre que fuera, ni hostal por ruin o pequeño que fuese, que no estuvieran llenos de caballeros, damas y escuderos. Y el valvasor le dijo: —Buen amigo, éstos son los nobles de este país y de sus alrededores: todos, jóvenes y viejos, han venido a una fiesta que tendrá lugar mañana en este castillo: por eso los alojamientos están llenos. Mucho ruido habrá mañana cuando se reúnan, pues ante toda la gente, sobre una percha de plata estará colocado un gavilán de cinco o seis mudas, el mejor que se conozca. Aquel que quiera conseguir el gavilán, necesitará tener amiga hermosa y discreta, sin villanía; si hay caballero tan osado que quiera obtener la recompensa hará que su amiga coja el gavilán de la percha, si ningún otro se atreve a disputárselo. Por esta costumbre vienen aquí ahora y cada año. Luego Erec le dice y le ruega: —Buen huésped, no os enojéis en absoluto, pero decidme, si lo sabéis, ¿quién es un caballero armado con armas de azur y oro, que acaba de pasar por aquí delante, al lado de una elegante doncella que iba a su lado y precedidos por un enano jorobado? Entonces el huésped respondió: —Este es el que conseguirá el gavilán sin que se lo dispute caballero alguno; no recibirá golpe ni herida: ni pienso que nadie se atreva; ya hace dos años que lo consigue y nunca le ha sido reclamado; si vuelve a obtenerlo, lo tendrá para siempre: nada impedirá que lo obtenga sin batalla ni pleito. Erec responde de esta manera: —Este caballero no me gusta nada. Sabed que si tuviese armas le disputaría el gavilán. Buen huésped, por vuestra nobleza, como servicio y recompensa, os ruego que me aconsejéis cómo conseguir armas, viejas o nuevas, feas o bellas, no me importa. Éste le responde sinceramente: —En mala hora os preocupáis: tengo armas buenas y bellas y de buen grado os las prestaré. Aquí dentro está la loriga de anillos, que fue escogida entre quinientas, y las calzas hermosas, [claras], y caras, buenas, frescas y ligeras; el yelmo se conserva bien y bello, el escudo está en buen estado y nuevo. El caballo, la espada y la lanza, todo os lo he de prestar, no lo dudéis, que no hay nada más que hablar. —Os lo agradezco, dulce y amable señor, pero no quiero mejor espada que la que he traído, ni ningún otro caballo que el mío, del que bien me he de servir. Si vos me queréis prestar lo que me falta, me parece que será gran bondad por vuestra parte; pero aún os quiero pedir un don, del que os recompensaré si Dios me otorga que consiga el honor de la batalla. Y éste le responde francamente: —Pedid, con seguridad, a vuestro placer, pedid lo que sea: nada que yo tenga os ha de faltar. Entonces dice Erec que quiere obtener el gavilán mediante su hija, pues en verdad no habrá doncella que sea ni una centésima parte de lo hermosa que ella es; y si la lleva consigo ciertamente estará en su derecho de mostrar y probar que ella debe quedarse con el gavilán. Luego añadió: —Señor, vos no sabéis qué huésped habéis albergado, de qué costumbre ni de qué gente. Soy hijo de un rico y poderoso rey: mi padre se llama el rey Lac, y a mí los bretones me llaman Erec; pertenezco a la corte del rey Artús, y he estado en ella durante tres años. No sé si a este lugar llegó alguna vez la fama de mi padre o la mía, pero yo os prometo y otorgo, que si vos me proporcionáis las armas y me entregáis a vuestra hija para conseguir el gavilán mañana, la llevaré a mi tierra, si Dios me da la victoria. Allá haré que la coronen y será reina de diez ciudades. —Ah, buen señor, ¿de verdad, sois Erec hijo de Lac? —Ése es mi nombre —dijo Erec decididamente. El huésped se alegró mucho y dijo: —Bien hemos oído hablar de vos en este país. Ahora os aprecio y os estimo mucho más, pues sois muy valeroso y atrevido; de mí no os podréis quejar, pongo mi hija a vuestra disposición. Entonces la cogió de la mano: —Tened, os la concedo. Erec la recibió gozoso; ya tiene lo que le faltaba. Gran alegría hicieron allí dentro. El padre estaba muy contento, la madre llora de alegría y la muchacha está completamente callada. Pero está muy alegre y contenta de que haya sido otorgada a aquél, que era noble y cortés, y no dudaba de que él sería rey y ella misma sería honrada romo rica reina con corona. Aquella noche velaron hasta muy tarde; fueron dispuestas las camas con sábanas blancas y mullidos colchones. Cuando escasearon las palabras lodos se van a acostar. Erec durmió poco aquella noche. Al día siguiente, tan pronto como quebró el alba, rápidamente y temprano se levanta y su huésped con él; ambos van a la iglesia a orar e hicieron cantar la misa del Espíritu Santo a un ermitaño; no olvidan la ofrenda. Después de oír misa, ambos se inclinan ante el altar y vuelven a la cusa. Erec desea intensamente la batalla: pide las armas y se las entregan; la misma doncella lo arma; no hizo ni magia ni sortilegio, le enlaza las calzas de hierro y las sujeta con correas de piel de ciervo; le pone la loriga de buenas mallas y también le enlaza la ventana, le pone el yelmo bruñido y lo arma completamente de pies a cabeza. Le ciñe la espada al costado y luego pide que le traigan el caballo, se lo llevan y él salta encima, desde el suelo. La muchacha lleva el escudo y la lanza que era fuerte; le entrega el escudo, y él lo coge, y se lo cuelga por el tiracol al cuello; le lleva la lanza cogida con la mano, éste la toma por la contera. Luego le dice al gentil valvasor: —Buen señor, si os place, haced preparad a vuestra hija, pues la quiero llevar en busca del gavilán, tal como me habéis prometido. Ahora el valvasor hace ensillar un palafrén bayo, no se demora. Del arnés no es necesario hablar, pues no lo permite la gran pobreza del valvasor. Fueron colocados la silla y el freno; la doncella monta desnuda y desabrochada, por su propia cuenta, pues en nada se hizo rogar. Erec no quiere esperar más: ya va hacía allí, consigo, a su lado, lleva a la hija del huésped; después les siguen los dos, el señor y la dama. Erec cabalga con la lanza recta, y a su lado la doncella de buena presencia. Por las calles todos los miran, los grandes y los pequeños. Todo el pueblo se admira; se dicen y preguntan: —¿Quién es? ¿Quién es este caballero? Muy valiente y fiero debe ser, pues lleva tan hermosa doncella; bien empleará su esfuerzo, bien debe reclamar, con razón, que ésta es la más bella. Todos se dicen: —En verdad, ésta debe conseguir el gavilán. Unos alaban a la doncella y también hubo muchos que decían: —Dios, ¿quién puede ser este caballero que guía a la hermosa doncella? —No sé, no sé —se contestan—, pero le sienta muy bien ese yelmo bruñido, la loriga, el escudo y la cortante espada; va muy apuesto sobre el caballo, bien parece un vasallo valiente; está muy bien formado y bien proporcionado de brazos, piernas y pies. Todos desean mirarlos y ellos, caballero y doncella, no se entretienen hasta que llegan al gavilán. Allí se quedaron a un lado esperando al otro caballero. He aquí que le vieron venir con el enano y la doncella a su lado. Ya había oído la noticia de que había venido un caballero, que quería conseguir el gavilán; pero no pensaba que en el mundo hubiese caballero tan valiente que osase combatir contra él; bien pensaba derribarle y vencerle. Todo el mundo le conocía, todos le saludan y acompañan; tras él hubo gran tumulto de gente; caballeros, criados y damas corren detrás y las doncellas a los lados. El caballero va delante de todos, a su lado la doncella y el enano; muy orgullosamente cabalga hacia el gavilán con rapidez, pero alrededor había tan gran muchedumbre de gente ruda y villana que no podía acercarse a un tiro de ballesta. El conde ha llegado a la plaza, va hacia los villanos y les amenaza; lleva una vara en la mano: los villanos se echan hacia atrás. El caballero avanza y dice tranquilamente a su doncella: —Doncella mía, esta ave tan bella y que ya ha mudado, con justicia, ha de ser vuestra, pues sois muy hermosa y gentil, y así será mientras yo viva. Avanzad, mi dulce amiga, a coger el gavilán de la percha. La doncella se dispone a tender la mano cuando Erec corre a impedírselo, pues no aprecia nada su pretensión: —Doncella —dijo—, ¡marchaos!, iros por otra ave pues no tenéis derecho a ésta, sin que haya de haber enojo; este gavilán ya no será vuestro, pues alguien mejor, mucho más bella y más cortés que vos os lo reclama. Al otro caballero le pesa, pero a Erec no le importa mucho. Hace avanzar a la doncella: —Bella —dijo—, avanzad, tomad el ave de la percha pues es justo que la tengáis. Doncella, avanzad. Me enorgullezco mucho de hacer justicia; que nadie ose avanzar, pues nadie se os puede comparar, ni en bondad ni en valor, ni en franqueza ni en honor, porque sois como el sol frente a la luna. El otro no puede aguantar más, cuando oyó que se ofrecía para la batalla con tal fuerza: —¿Cómo? —exclamó— vasallo, ¿quién eres tú que me disputas el gavilán? Erec valientemente le dice: —Soy un caballero de otra tierra. He venido a buscar este gavilán y es justo, aunque le siente mal a quien sea, que esta doncella lo obtenga. —¡Huye! —dijo el otro— esto no será así; la locura te ha traído aquí. Si quieres tener el gavilán lo habrás de comprar muy caro. —¿Comprar, vasallo, y por qué? —Tendrás que combatir conmigo si no me lo cedes. —Ahora habéis hablado con locura —dijo Erec—, a mi parecer; esto son vanas amenazas, pues muy poco os temo. —Así te desafío, sapo, pues esto no puede quedar sin batalla. Erec responde: —Que Dios me valga ahora, pues no quise tanto ninguna otra cosa. De ahora en adelante oiréis los golpes. La plaza estaba vacía y era grande, la gente huyó por todas partes, éstos se alejan más de un arpende, espolean para enfrentar los caballos, se buscan con las puntas de las lanzas, se golpean con tan gran fuerza que los escudos se despedazan y se rompen, y las lanzas se astillan y quiebran; destrozan el arzón por detrás, y no les queda otro remedio que soltar los estribos; ambos ruedan al suelo, los caballos huyen por el campo. Rápidamente se levantan, una vez puestos en pie ya no tuvieron ninguna necesidad de las lanzas, sacan las espadas de las vainas. Intercambian grandes tajos y se dan grandes golpes; golpean los yelmos y resuenan. Terribles son los cintarazos de las espadas, continuamente intercambian grandes tajos que de ningún modo yerran; rompen todo aquello que tienen a su alcance, trizan escudos, falsan las lorigas; el hierro enrojece por la sangre bermeja. La pelea dura bastante tiempo; tanto se golpean sin descanso que se fatigan y se desaniman mucho. Las dos doncellas lloraban: cada uno ve llorar a la suya, extender las manos a Dios y orar para que le dé el honor de la batalla a aquel que por ella se bate. —Vasallo —dice el caballero—, retrocedamos un poco y tomemos un poco de tiempo de reposo, pues damos golpes demasiado débiles; nos conviene atacar con mejores golpes, pues ya empieza a atardecer. Es gran vergüenza y gran ultraje que esta batalla dure tanto; y nosotros debemos esforzarnos de nuevo con las espadas de acero, por nuestras amigas. Erec responde: —Bien habéis hablado. Entonces reposan un poco. Erec mira hacia su amiga que ruega por él muy dulcemente: al verla le crece la fuerza; por su amor y por su belleza recobra muy gran fiereza; se acuerda de la reina, de lo que le había dicho en el bosque: que vengaría su vergüenza o la acrecentaría. —¡Ay!, malvado —exclamó Erec—, ¿a qué espero? Aún no he vengado la afrenta que este vasallo permitió cuando su enano me hirió en el bosque. Se le renueva la cólera, con ira llama al caballero: —Vasallo —dijo—, otra vez os reclamo a la batalla: demasiado tiempo hemos reposado; comencemos de nuevo nuestro combate. Éste le responde: —Esto no me resulta grave. Se enfrentan de nuevo. Ambos se enzarzaron en combate: en este primer encuentro, si Erec no se hubiera cubierto bien, el caballero lo hubiera herido; tanto le ha golpeado el caballero a descubierto por encima del escudo, que le rompe un trozo de yelmo rozando la cofia blanca; la espada desciende y le hiende el escudo hasta el blocal y le ha abierto la loriga más de un palmo por un lado. Muy magullado debía estar Erec; el frío acero le ha llegado a la carne por encima de la cadera. Esta vez Dios le protegió: si el hierro no se hubiera salido (y el cuerpo no lo hubiese expulsado), le habría cortado el cuerpo por la mitad. Pero Erec no se atemoriza por nada: donde las dan las toman: le ataca muy valientemente, le golpea a lo largo del hombro; le ha dado tal tajo que el escudo no ha resistido, ni la loriga puede impedir que la espada llegue hasta el hueso; ha hecho correr la sangre de arriba a abajo hasta los calzones. Ambos vasallos son muy fieros y combaten tan por igual que no pueden conquistarse un pie de tierra. Tienen las lorigas muy desmalladas y los escudos tan destrozados que, verdaderamente, no tienen de ellos un trozo entero con el que se puedan proteger, entonces se golpean al descubierto: cada uno pierde gran cantidad de sangre, ambos se debilitan mucho. Aquél golpea a Erec y éste a él: le da tales golpes a diestro y siniestro, encima del yelmo, que lo aturde completamente; le golpea y le vuelve a golpear a voluntad, tres golpes le da violentamente, le cuartea el yelmo por completo y la cofia debajo hasta la cabeza, la espada no se detiene y le rompe un hueso de la cabeza pero no le toca el cerebro. Aquél se inclina y se tambalea; cuando se está tambaleando, Erec le empuja y cae sobre su lado derecho, Erec le agarra el yelmo y con fuerza se lo arranca de la cabeza y la cara. Cuando Erec recuerda el ultraje que su enano le hizo en el bosque, le hubiera golpeado la cabeza a no ser porque le clamó gracia: —¡Ah! vasallo —dijo— me has vencido. ¡Piedad! No me mates. Ya que me has vencido y hecho prisionero, no obtendrás fama ni aprecio si me matases, pues cometerías una gran villanía. Coge mi espada; yo la entrego. Pero Erec no se la coge sino que dice: —De acuerdo, no te mato. —¡Ah! gentil caballero, ¡gracias! ¿Por qué razón o por qué falta me odias a muerte? Que yo sepa nunca antes te vi, nunca te he causado perjuicio ni desgracia ni vergüenza. Erec responde: —Sí lo habéis hecho. —¡Ay! señor, decidlo pues, nunca jamás os he visto, que yo sepa, y si algún mal os he causado, estaré a vuestra merced. Entonces dice Erec: —Vasallo, soy aquel que estaba en el bosque ayer con la reina Ginebra, cuando permitiste que tu indigno enano golpeara a la doncella de mi señora; gran villanía es golpear a una mujer. Y luego también me golpeó a mí. Entonces me tratasteis muy vilmente: habéis cometido un ultraje demasiado grande, pues al ver la afrenta, la permitisteis y os gustó que tal aborto y tal sapo nos hiriera a la doncella y a mí. Por esta mala acción te debo odiar, pues me hicisteis un desprecio demasiado grande. Es necesario que juréis ser mi prisionero, y sin ninguna demora, ahora mismo, irás derecho a mi señora, pues sin duda la encontrarás en Caradigán si allí vas; llegarás esta noche: creo que no hay ni siete leguas. Tú, tu doncella y tu enano os pondréis a disposición de mi señora para cumplir lo que ella ordene y dile también que yo regresaré mañana con alegría y llevaré a una doncella, tan hermosa, tan discreta y tan noble que no tiene igual en ningún lugar; ahora verdaderamente se lo podrás decir. Y ahora quiero saber tu nombre. Entonces éste se lo dice, a su pesar: —Señor, me llamo Ydier, hijo de Nut; esta mañana no hubiera pensado, en modo alguno, que un solo hombre por caballería me pudiera vencer; ahora he encontrado uno mejor que yo y lo he comprobado: sois muy valeroso, caballero. Tened mi fe, os lo juro, que ahora mismo sin más tardanza iré a la reina para ponerme bajo sus órdenes. Pero, decidme, no me lo ocultéis, ¿cómo os llamáis?, ¿quién diré que me envía? Estoy dispuesto a ponerme en camino. Y Erec responde: —Te lo diré, no te ocultaré mi nombre: me llamo Erec; ve y dile que yo te he enviado a ella. —Me voy, os obedezco; mi enano, mi doncella y yo mismo nos pondremos completamente a su disposición, no temáis pues llevaré las nuevas de vos y de vuestra doncella. Entonces Erec le ha tomado la fe, todos han llegado a la despedida, el conde y la gente del séquito, las doncellas y los nobles. Hubo contentos y descontentos: a uno le pesa, a otro le agradó. La mayoría se alegra por la doncella de la saya blanca, que tenía el corazón gentil y noble, que era hija del valvasor; otros estaban dolidos por Ydier y su amiga a la que amaban. Ydier no quiere esperar más, quiere cumplir su fe, entonces monta a caballo. ¿Y por qué habría de prolongar más este cuento? Lleva consigo al enano y a la doncella, atraviesan el bosque y la llanura, tomaron el camino más recto, hasta que llegaron a Caradigán. En las logias de la sala, fuera, estaba mi señor Galván y con él Keu el senescal; me parece que también había gran cantidad de nobles con ellos. Bien han visto a aquellos que llegan; el senescal los ha visto el primero y le dice a mi señor Galván: —Señor, mi corazón adivina que aquel vasallo que va por allí es el mismo que, según la reina, le dio ayer tan grande disgusto. Me parece que son tres; veo al enano y a la doncella. —Es verdad —dijo mi señor Galván—, son una doncella y un enano los que vienen con el caballero; y vienen directamente hacia nosotros. El caballero está completamente armado, pero su escudo no está entero; si la reina lo viera, creo que lo reconocería. ¡Eh! senescal, ¡id a llamarla! Mientras tanto, el senescal ha ido y la ha encontrado en una habitación: —Señora —dijo—, ¿os acordáis del enano que ayer os afligió al golpear a vuestra doncella? —Sí, me acuerdo perfectamente, senescal, ¿sabéis alguna cosa?, ¿por qué lo habéis recordado? —Señora, porque he visto venir a un caballero errante, armado, con su destrero de color gris, y, si mis ojos no me han engañado, una doncella va con él, y me parece que con ellos viene el enano que llevaba el látigo, del que Erec recibió el golpe en el cuello. Entonces la reina se levantó y dijo: —Vamos allá, senescal, a ver si es el vasallo. Si lo es, sabed que os lo diré con certeza tan pronto como lo vea. Y Keu dijo: —Os acompañaré hasta allí, ahora vamos a las logias, arriba, allá donde están [vuestros caballeros], compañeros nuestros; desde allí mismo le hemos visto venir, y mi señor Galván en persona también os espera. Señora, vamos allá, que ya nos hemos demorado demasiado aquí. Entonces la reina se pone en camino y llega hasta las ventanas, a su lado estaba mi señor Galván; la reina reconoció al caballero: —¡Ay! —dijo la reina—, es él. Ha estado en un gran peligro; ha combatido, no sé si Erec ha vengado su afrenta o si éste ha vencido a Erec, pero éste tiene muchos golpes en su escudo; su loriga está cubierta de sangre, hay más rojo que blanco. —Es verdad —dijo mi señor Galván—; señora, estoy seguro que no mentís: la loriga está ensangrentada, y está completamente abollada y golpeada; bien parece que ha combatido; podemos saber, sin duda alguna, que la batalla ha sido fiera. Ya le oiremos decir tales cosas por las que tendremos alegría o tristeza: o Erec nos lo envía aquí como prisionero bajo vuestra merced, o viene a envanecerse osadamente entre nosotros de que ha vencido o ha matado a Erec. No creo que traiga otras noticias. —Así lo creo —dijo la reina. —Bien puede ser —afirman todos. Mientras tanto Ydier entra por la puerta, les trae la noticia. Todos han bajado de las almenas y han ido a su encuentro. Ydier llega al pie de la escalera. Allí descabalga de su caballo y Galván sujeta a la doncella y la baja del caballo; el enano desciende por otro lado; había allá más de cien caballeros. Cuando los tres hubieron descabalgado, los conducen delante del rey. Ydier no se detiene hasta que se postra a los pies de la reina allí donde la ve; saludó en primer lugar al rey y a todos sus caballeros y dijo: —Señora, a vuestra prisión me envía aquí un hombre gentil, un caballero valiente y noble, aquel a quien mi enano le hizo sentir ayer los nudos del látigo en la cara. Me ha vencido y conquistado por las armas. Señora, aquí os traigo al enano y a mi doncella a vuestra merced, para hacer aquello que os plazca. La reina no puede callar por más tiempo y le pregunta por Erec: —Ahora decidme, señor —preguntó—, ¿sabéis cuándo vendrá Erec? —Señora, vendrá mañana y traerá consigo una doncella tan bella como nunca se ha conocido. Cuando hubo transmitido el mensaje, la reina, que era discreta y noble, cortésmente le dijo: —Amigo, ya que estáis en mi prisión, muy ligero ha de ser vuestro cautiverio; no tengo intención de haceros ningún mal, pero ahora decidme, así os ayude Dios, ¿cómo os llamáis? Y él le respondió: —Señora, me llamo Ydier y soy hijo de Nut. Ya saben la verdad. Entonces la reina se ha levantado y ha ido ante el rey y le ha dicho: —Señor, ahora habéis visto y habéis oído noticias de Erec, el valeroso caballero. Muy buen consejo os di ayer cuando os recomendé esperarlo: por ello es necesario tomar una buena decisión. Entonces dijo el rey: —No es mentira, en modo alguno, lo que habéis dicho; es verdad que quien sigue consejo no es loco; en buena hora creímos ayer vuestro consejo. Pero si en algo me amáis, liberad a este caballero de su prisión de forma que desde ahora permanezca en mi casa entre mi mesnada y mi corte, y si no lo hace que sea para su mal. Una vez hubo hablado el rey, la reina libra al caballero sin más tardanza; éste ha accedido a residir allí, y luego formó parte de la corte y la mesnada. No hacía mucho tiempo que estaba allí cuando los criados dispuestos para tal trabajo corrieron a desarmarlo. Erec y la hija del valvasor Ahora volvamos a hablar de Erec, que aún estaba en la plaza donde tuvo lugar la batalla. Nunca, creo yo, hubo tal alegría, ni siquiera cuando Tristán mató al [fiero] Morhot, venciéndole en la isla de San Sansón, como la que se le hizo aquí a Erec. Le alaban mucho, pequeños y grandes, gordos y delgados; todos aprecian su caballería y no hay caballero que no exclame: —Dios, ¡qué vasallo, bajo el cielo no hay otro igual! Luego se va a su alojamiento. Mucho lo alaban y hablan de él, y el mismo conde lo abraza, festejándole más que otros; y dijo: —Señor, si os place deberíais albergaros, y es justo, en mi casa, ya que sois hijo de Lac; si tomarais mi consejo, me haríais gran honor, pues os tengo por mi señor. Buen señor, os ruego que permanezcáis conmigo por vuestra merced. Erec responde: —No os enojéis, no dejaré a mi huésped por esta noche ya que me ha mostrado gran honor, pues me ha dado a su hija. Y ¿qué decís, señor?, ¿acaso no es bueno y rico este don? —Sí, buen señor —respondió el conde—, este don es bello y bueno; la doncella es muy hermosa y discreta, y también es de alto linaje: en verdad estoy muy contento pues os dignasteis tomar a mi sobrina: sabed que su madre es mi hermana. Por una vez más os ruego que os alberguéis conmigo. Erec responde: —Dejadme en paz, no lo haría de ningún modo. Aquél ve que es inútil rogar y dice: —Señor, como queráis, ahora bien podemos callar, pero yo y todos mis caballeros estaremos esta noche con vosotros para entretenimiento y compañía. Cuando Erec lo oyó, se lo agradece. Entonces fue Erec a casa de su huésped, y el conde le acompaña; había allí damas y caballeros. El valvasor se alegró mucho. Así que Erec llegó, más de veinte sirvientes corrieron a desarmarle muy rápidamente. Quien estuviera en aquella casa podía ver una gran alegría. Erec fue a sentarse el primero, luego se sentaron todos por las bancadas, sobre las camas, las sillas y los bancos; junto a Erec se sentó el conde, y han colocado en medio a la hermosa doncella [de clara mirada], que tenía tal alegría por su señor que nunca doncella la tuvo mayor. Erec llama al valvasor y le habla buena y llanamente, y empieza a decirle: —Buen amigo, buen huésped, buen señor, gran honra me habéis hecho y os será bien recompensada: mañana vuestra hija vendrá conmigo a la corte del rey; allá la tomaré por mujer, y si queréis esperar un poco, en seguida os enviaré a buscar. Os haré conducir a mi tierra, que es de mi padre y será mía después; está lejos de aquí, no muy cerca. Allí os daré dos castillos muy buenos, muy ricos y bellos; seréis señor de Roadán que existe desde tiempos de Adán, y luego otro castillo que vale mucho más que un junco; la gente lo llama Montrevel, mi padre no tiene castillo mejor. Antes de que pasen tres días os habré enviado oro y plata, veros y petigrís, y telas de seda y de caro precio, para vestiros, a vos y a vuestra mujer, que es mi cara y dulce señora. Mañana, en cuanto salga el alba del día, me llevaré a vuestra hija a la corte, vestida tal como está; quiero que mi señora la reina la atavíe con su propia ropa, que es de seda teñida en grana. Había allí una doncella muy noble, discreta y valerosa, sentada en un banco al lado de la doncella de la saya blanca, y era prima hermana suya, y sobrina del mismo conde. [Al oír que Erec quería conducir a su prima a la corte de la reina vestida tan pobremente] le ha dicho al conde: —Señor, una gran vergüenza recibiréis, más que nadie, si este señor lleva consigo a vuestra sobrina tan pobremente vestida. Y el conde responde: —Os ruego, dulce sobrina, que le deis de vuestros vestidos el que os parezca mejor, de entre todos los que tenéis. Erec ha oído la conversación: —Señor, no habléis más. Bien habéis de saber una cosa: yo no querría por nada del mundo que ella tuviese otro vestido, más que el que le dé la reina. Cuando la doncella lo oyó, le responde y dice: —¡Ay! buen señor, ya que queréis llevar a mi prima de tal forma, con la blanca saya y la camisa, le daré otro regalo. Ya que no queréis que tenga ninguno de mis vestidos, tengo tres palafrenes muy buenos, nunca tuvo mejores rey ni conde, uno alazán, uno gris y otro bayo. De verdad, allá donde hay cien no hay ninguno mejor que el gris: los pájaros que vuelan por el aire no van más rápidos que el palafrén; nunca hombre alguno lo vio revuelto, lo puede cabalgar un niño, es tal como debe ser para una doncella, pues no es asustadizo ni cerril, ni muerde, ni cocea ni se encabrita. El que busca uno mejor no sabe lo que quiere; quien lo cabalga no siente dolor, sino que va más cómodo y reposado que si fuera en una nave. Entonces dice Erec: —Mi dulce amiga, no rehúso este don si ella lo acepta; antes bien, me place, y no quiero que ella lo deje. Mientras tanto la doncella llama a un criado, y le dice: —Buen amigo id a ensillar mi palafrén gris y traedlo rápidamente. Y éste cumplió lo ordenado: ensilla y pone el freno al caballo, se esfuerza en aparejarlo bien; luego, monta el palafrén de larga crin. He aquí que ha llegado el caballo. Cuando Erec vio al palafrén no lo alabó poco, pues lo vio bello y gentil; luego manda a un sirviente que fuera a atar el palafrén al lado de su destrero, en el establo. Mientras tanto, todos se divirtieron, e hicieron gran alegría aquella noche. El conde se marchó a su casa, Erec durmió tranquilo en casa del valvasor y éste dice que le acompañará por la mañana cuando se vaya. Duermen durante toda la noche. Por la mañana cuando el alba se ha aclarado, Erec se prepara para marchar, manda que ensillen los caballos y despierta a su bella amiga: aquélla se prepara y atavía. El valvasor y su mujer se levantan, no queda caballero ni dama que no se disponga a despedir a la doncella y al caballero. Todos han montado, y el conde también monta. Erec cabalga junto a él y, a su lado, su bella amiga que no olvidó el gavilán: con el gavilán se distrae; no lleva otra riqueza. Gran alegría hacen en la despedida. El noble conde quiere enviar una parte de su mesnada a Erec para que le honren y le acompañen, pero Erec dijo que no se llevaría a nadie, ni quería compañía excepto la de su amiga. Luego les dijo: —A Dios os encomiendo. Durante largo trecho les acompañaron; el conde besa a Erec y a su sobrina y les encomienda al piadoso Dios. Asimismo el padre y la madre la besan a menudo y frecuentemente; no pueden dejar de llorar al partir: al separarse lloran la madre, la doncella y el padre. Tal es el amor, tal es la naturaleza, tal es la piedad de crianza: la gran piedad, la dulzura y la amistad que le tenían a su hija les hacía llorar; pero bien sabían, no obstante, que su hija iba a tal lugar del que gran honor les vendría. Lloraban de amor y de piedad al separarse de su hija; no lloraban por ninguna otra cosa: bien sabían que, al fin, ellos también serían honrados. En la despedida se lloró mucho; llorando se encomiendan a Dios entre sí; ya se van, no esperan más. En la corte de Caradigán. Final de la aventura del Ciervo Blanco Erec se despide de su huésped, pues le urgía volver a la corte del rey. Se alegra de su fortuna; está muy contento de ésta, pues tenía una amiga extraordinariamente bella, discreta, cortés y de buena presencia. No puede dejar de mirarla: cuanto más la mira, más le place; no puede esperar a besarla. De buen grado se pone cerca de ella, al mirarla se reconforta; admira mucho su cabeza rubia, sus ojos sonrientes y su frente clara, la nariz, la cara y la boca, cuya gran dulzura le llega al corazón. Le contempla la cintura, la barbilla, el blanco cuello, el torso y el talle, los brazos y las manos. Pero no menos mira la doncella al vasallo, con buen deseo y corazón leal, de modo que lo hacía con agrado. No renunciarían a mirarse ni a cambio de un rescate. Eran muy parecidos e iguales en cortesía y belleza y también en gran bondad. Eran de tal manera de ser, de actuar y de tales costumbres, que nunca, quien quisiera decir la verdad, podría decidir cuál de los dos era el más bello, o el más discreto. Eran los dos de gran coraje y juntos se llevaban muy bien, el uno al otro le ha robado el corazón; nunca dos imágenes tan bellas fueron juntadas ni por ley ni por matrimonio. Han cabalgado tanto que a mediodía llegan al castillo de Caradigán, donde se les espera a ambos. Para mirar si los veían se habían subido a las ventanas los mejores nobles de la corte. La reina Ginebra corrió hacia allí y también el mismo rey, Keu y Perceval el Galés, luego mi señor Galván y Cort, el hijo del rey Arés; Lucano el botellero también estuvo; había muy buenos caballeros. Han distinguido a Erec que llegaba y a su amiga. De tan lejos como lo ven lo han reconocido. La reina muestra gran alegría, toda la corte está llena de gozo por su llegada, pues todos le estiman por igual. Cuando llega ante la sala, el rey baja a su encuentro y luego la reina; todos le dicen que Dios le guarde y festejan a su doncella, apreciando y elogiando su belleza; y el rey mismo la ha cogido de la mano y la ha llevado hacia arriba a la gran sala pavimentada. Luego Erec y la reina suben cogidos también de la mano. Y él le dijo: —Señora, os encomiendo a mi doncella y amiga; vestida de pobres ropas, tal como me fue entregada, así os la he traído. Es hija de un pobre valvasor, la pobreza envilece a muchos hombres; su padre es franco y cortés, pero tiene muy poca fortuna; y su madre es una dama muy gentil, y tiene un hermano que es conde. No deseo esposar a la doncella en matrimonio ni por su belleza ni por su linaje. La pobreza le ha hecho llevar esta blanca saya hasta que las mangas se han roto en los lados. Y no obstante, si yo hubiera querido, habría tenido buenas ropas pues una doncella, prima suya, le hubiera dado ropa de armiño, de seda, de vero o petigrís; pero de ningún modo acepté que vistiera otra ropa hasta que vos la hubieseis visto. Mi dulce señora, ocupaos de ella, pues necesita, miradla bien, un vestido hermoso y adecuado. Entonces la reina le responde: —Habéis hecho muy bien: es justo que se vista con mis ropas, yo le daré ahora mismo ropa buena y bella, reciente y nueva. La reina le conduce enseguida a su habitación, y manda que se le lleve rápidamente un brial nuevo y el manto purpura de otro tejido de cruz pequeña que había sido hecho a su medida. Aquel a quien ha mandado ha traído el manto y el brial que estaba forrado de armiño blanco hasta las mangas; en los puños y en el cuello había, sin duda alguna, más de doscientos marcos en pan de oro, y piedras preciosas de grandes virtudes, índigas y verdes, nuiles y pardas, que estaban engastadas encima del oro por toda la túnica. Muy rico es el brial, pero, en verdad, que el manto no valía menos. Aún no les habían puesto ninguna hebilla pues eran totalmente nuevos y recientes, tanto el brial como el manto. El manto era bueno y fino: en el cuello tenía dos cebellinas con cintas que tenían más de una onza de oro, por un lado un jacinto y en el otro un rubí que brillaba más que un escarbunclo que arde. El forro era de armiño blanco, nunca se vio ni se encontró más bello ni más fino. La tela púrpura estaba muy bien trabajada, con crucecitas diferentes, índigas, bermejas y añiles, blancas y verdes, azules y amarillas. La reina ha pedido unas cintas de cinco varas de hilo dorado de seda; le han entregado las cintas, bonitas y bien trabajadas; las hace poner enseguida en el manto a un hombre que era un buen maestro en el oficio. Cuando no hubo más que hacer con el manto, la noble dama de buen origen abraza a la doncella de la saya blanca y le dice con francas palabras: —Doncella mía, os quiero pedir que cambiéis la saya por este brial que vale más de cien marcos de plata, y que os abrochéis este manto encima; otro día os daré más. Ella lo acepta de buen grado, coge la ropa y se lo agradece. A una habitación aparte la han llevado dos doncellas; entonces le han quitado su saya [que no valía ni una brizna de hierba, y ha rogado y encomendado que sea dada por el amor de Dios] en cuanto llegó a la habitación; luego, viste su brial y se lo ajusta y se lo ciñe con un brocado muy rico; luego se ata el manto. Ya no tiene la cara triste, pues la ropa le sienta tan bien que parece bastante más bella que antes. Las dos doncellas le han adornado el pelo por encima con un hilo de oro, pero brillaba mucho más el pelo que el hilo de oro que era muy puro. Las doncellas le colocan en la cabeza una diadema de oro trabajada con flores de muchos y diversos colores; éstas se aplican lo mejor que pueden para engalanarla, hasta que no queda nada más para disponer. Una doncella le ha puesto en el cuello dos broches de oro trabajados con un topacio engastado, de forma que estuvo tan bella y hermosa que no creo que en ninguna tierra, por mucho que se la buscara y mirara, se pudiera encontrar su pareja, tan bien la había formado la Naturaleza. Luego salió de la habitación y fue ante la reina, que la acoge de buen grado; la estimó y le agradó mucho ya que estaba tan bella y bien engalanada. Las dos se toman de la mano y van delante del rey; cuando el rey las ve, se levanta hacia ellas. Había tantos caballeros, cuando ellas entraron en la sala, y que se levantaron ante ellas que yo no sabría decir el nombre de la décima, ni de la, treceava, ni de la quinceava parte. Pero sí os puedo decir los nombres de todos aquellos de la Tabla Redonda, que fueron los mejores del mundo. Ante todos los buenos caballeros el primero debe ser Galván, el segundo Erec, el hijo de Lac, y el tercero Lanzarote del Lago, el cuarto Gonemán de Goort y el quinto el Bello Cobarde, el sexto el Feo Valiente, el séptimo Melián de las Lizas, el octavo Maldito el Sabio, el noveno Daudín el Salvaje y el décimo Galdeluz, en el que había muchas bondades. Los demás no los numeraré pues la cantidad me lo impide: Ivain el valeroso se sentaba más allá, y el siguiente Ivain el bastardo y Tristán el que nunca rió se sentaba al lado de Blioberís, después estaba Caradue Rompebrazos, caballero de agradable conversación, y Caverón de Roberdic y el hijo del rey de Quenedic y el criado de Quintarel, e Ydier del Monte Doloroso, Galeriete y Keu de Estraus, Amalguín y Galete el Calvo, Girflete, hijo de Do, y Tablante, que nunca estuvo cansado para empuñar las armas, y era un vasallo de gran fuerza, Loholt, hijo del rey Artús, y Sagremor el Impetuoso, éste no debe ser olvidado, ni Bedoier el condestable, que sabía mucho de ajedrez y de tablas, ni Bravaín, ni el rey Lot, ni Galegantín el Galés. Cuando la hermosa doncella extranjera vio a todos los caballeros en círculo, que la miraban continuamente, bajó la cabeza; tuvo vergüenza y no debe extrañar que se le ruborizara el rostro; pero la vergüenza le sirvió para que embelleciera mucho más. Cuando el rey la vio ruborizarse no quiso apartarse de ella; la ha cogido de la mano dulcemente y la ha sentado a su derecha, a la izquierda se ha sentado la reina que ha dicho al rey: —Señor, tal como pienso y creo, bien es que venga a la corte del rey quien por sus armas puede conquistar tan bella dama en otra tierra. Bien hizo Erec esperando; ahora podéis tomar el beso de la más bella de la corte, creo que nadie se enfadará ni dirá que miento si ésta no es la más gentil de las doncellas que están aquí sentadas y de todas las del mundo. El rey responde: —No es mentira: si nadie me lo reprocha, le concederé el honor del Ciervo Blanco. Luego dijo a los caballeros: —Señores, ¿qué decís?, ¿qué os parece? ¿Es ésta de cuerpo, y también de rostro, y de cuanto necesita una doncella, la más gentil y la más hermosa desde aquí hasta donde el cielo y la tierra se juntan? Digo que es justo que ahora mismo tenga el honor del Ciervo Blanco. Y vos, señores, ¿qué queréis decir?, ¿queréis discutirlo? Si alguien quiere poner alguna objeción, que diga ahora mismo lo que piensa. Yo soy el rey, y no debo mentir, ni consentir villanía ni falsedad ni desmesura; debo guardar la razón y la justicia que pertenecen al rey leal, que debe mantener la ley, la verdad, la fe y la justicia. No querría, de ningún modo, cometer deslealtad ni errar, ni perjudicar más al débil que al fuerte; no es justo que nadie se lamente de mí. Quiero que perdure la costumbre y el uso que mantuvo mi linaje. Os debería pesar si os quisiera enseñar otras costumbres y otras leyes que las que tuvo mi padre el rey. Quiero guardar y mantener, ocurra lo que ocurra, la costumbre de Pandragón, mi padre, que era rey y emperador. Ahora decidme todos vuestro deseo, nadie deje de decir la verdad: si ésta es de mi casa, debe tener el beso del Ciervo Blanco; quiero saber la verdad. Todos exclaman a una voz: —Por Dios, señor, y por la cruz, bien podéis sentenciar con justicia que ésta es la más bella; en ella hay bastante más belleza que claridad hay en el sol, la podéis besar tranquilamente, nosotros lo concedemos de común acuerdo. Una vez que el rey oye que a todos place, no ha de dejar de besarla; [hacia ella se vuelve y la abraza. La doncella no era loca, y bien quiso que el rey la besara. Villana sería si le pesara]. La ha besado de manera cortés, a vista de todos los nobles, y éste le dijo: —Mi dulce amiga, os doy sin villanía mi amor, sin maldad y sin locura, os amaré de buen corazón. El rey, por tal aventura rindió la costumbre y el derecho que su corte debía al Ciervo Blanco. Aquí terminan los primeros versos. Bodas de Erec y Enid y torneo de Tenebroc Después del beso del Ciervo, según la costumbre del país, Erec, como hombre noble y cortés, se ocupó de su pobre huésped: de lo que le había prometido, pues no quería dejar de cumplir su promesa. De muy buen grado le mantuvo la promesa y le envió cinco acémilas, frescas y fuertes, cargadas de ropas y telas, de brocados y ricas telas escarlata, cargadas de oro y de plata en bandejas, de veros y de petigrís y de cibelinas, telas de púrpura y alfombras orientales. Cuando las acémilas estuvieron cargadas de todo cuanto necesita un hombre noble envió, con las acémilas, diez caballeros y diez sirvientes de su mesnada y de su gente, y les dice y les ruega que saluden a su huésped y le hagan tan gran honor, a él y a su mujer en su nombre; y una vez que les hayan presentado las acémilas que les llevaban el oro, la plata y los besantes y la rica vestimenta que había en las arcas, que conduzcan a la dama y al señor con gran honor a su reino de Estre-Gales; les había prometido dos castillos, los más bellos y los mejor emplazados y los que menos guerra padecían de los que había en toda su tierra: uno se llamaba Montrevel, el otro tenía por nombre Roadán. Estos dos castillos les tendrían que librar sus rentas y sus derechos cuando llegasen a su reino, tal como se lo había prometido. Ese mismo día, los mensajeros, que no tenían ninguna intención de descansar, le presentaron al huésped el oro, la plata, las acémilas, la vestimenta y el dinero, de los que había gran cantidad. Después los han llevado al reino y allí les hicieron muy gran honor. Llegaron al país a los tres días; les libran las torres de los castillos, y el rey Lac no se opuso, les hizo gran alegría y gran honor; los ama por Erec, su hijo; les concedió castillos libres, y también les hizo asegurar, jurar a caballeros y burgueses que ellos les serían tan fieles como a su señor natural. Cuando esto fue hecho y dispuesto, enseguida los mensajeros volvieron a su señor Erec, que los recibió con buen semblante; les pide noticias del valvasor y de su mujer, de su padre y del reino, y se las han contado buenas y bellas. No tardó mucho, después de esto, en llegar el plazo en que debían tener lugar las bodas; la espera le pesaba mucho: y no quiere sufrir ni esperar más. Va al rey a pedirle permiso para que en su corte, si no le parecía mal, le dejase celebrar las bodas. El rey se lo concedió, envió a buscar a reyes, duques y condes por su reino, y a los que tenían la tierra a través de él, para que no hubiese ninguno tan atrevido que no estuviera allí en Pentecostés. No hay nadie que ose quedarse, sin acudir a la corte nada más convocarlos el rey. También os diré, ahora escuchadme, quiénes fueron los condes y los reyes. Con un muy rico cortejo llegó el conde Branlés de Colescestre, que lleva cien caballos a la diestra; después vino Menagormón que era señor de Eglimón; y el de la Alta Montaña vino con muy rica compañía; vino el conde de Traverán con cien compañeros de los suyos; luego llegó el conde Godegraín que no llevó menos. Con estos que me oís nombrar llegó Moloás un rico noble, señor de la Isla Negra, donde nadie oyó nunca truenos, ni cayó rayo, ni tempestad y donde no se detienen ni sapos ni serpientes y donde no hace ni demasiado calor ni frío. Y Greslemuet de Estre-Posterne fue con veinte compañeros, y su hermano Guingamor, que era señor de la Isla de Avalón: de éste hemos oído que fue amigo del hada Morgana y esto era verdad probada. Acudió también David de Tintaguel que nunca tuvo tristeza ni aflicción. Había bastantes condes y duques pero aún hubo más reyes: Garraz, fiero rey de Corques, llegó con quinientos caballeros vestido de seda y de cendal, con manto, calzas y brial. Sobre un caballo de Capadocia vino Aguiflet rey de Escocia, y llevaba consigo a sus dos hijos, Cadret y Quoi, caballeros ambos muy temidos. Con estos que os he nombrado llegó el rey Ban de Ganieret y los que con él estaban eran jóvenes muchachos pues no tenían ni barba ni bigote; llevaba gente muy alegre, tenía doscientos en su mesnada: no hubo ninguno de ellos que no llevase halcón o pájaro, cernícalo o gavilán, o rico azor mudado pardo o grullero. Quirión el viejo rey de Orcel, no llevó con él a ningún joven, sino que llevaba doscientos compañeros de los que el más joven tenía cien años; tenían la cabeza canosa y blanca, pues habían vivido largo tiempo, y las barbas les llegaban a la cintura; a éstos los aprecia mucho el rey Artús. El señor de los enanos vino luego, Bilis, rey de los antípodas, de quien os digo que era enano, y también estuvo Blián, hermano suyo: de todos los enanos, Bilis era el más pequeño, y Blián, su hermano, el mayor, y medía medio pie o un palmo más que cualquier caballero de su reino; como muestra de riqueza y como compañía Bilis llevó consigo dos reyes que eran enanos, y que tenían tierra de él, Gribalo y Glodoalán y los miraban llenos de admiración. Al llegar a la corte han sido recibidos con aprecio, fueron honrados y servidos los tres como reyes, pues eran hombres muy gentiles. El rey Artús, al final, cuando vio a su corte reunida se alegró mucho en su corazón. Luego, para aumentar la alegría, manda que se bañen cien criados para hacerles a todos caballeros. No hay ninguno que no reciba ropa clara, de seda rica de Alejandría, cada uno la toma como quiere, según su gusto y deseo. Todos tuvieron armas parecidas y caballos veloces y ágiles: el peor valía más de cien libras. Cuando Erec recibió a su mujer tuvo que nombrarla por su verdadero nombre, pues de otro modo no se ha casado mujer alguna si no es llamada por su nombre. Aún no conocía el nombre, pero ahora, por primera vez, lo supo: Enid le pusieron en el bautizo. El arzobispo de Canterbury, que había venido a la corte, la bendijo tal como debía. Cuando la corte se reunió no hubo en la región ministril que supiera algún modo de deleitar que no acudiera a la corte. En la sala hubo gran gozo, cada uno hizo aquello que sabía; uno salta, otro da volteretas, otro hace encantamientos, [uno relata], otro silba, otro canta, [y el otro explica], aquél toca la flauta, [el otro el arpa], otro el caramillo, otro el rabel y otro toca la viola; las doncellas danzan y bailan; todos disputan por tener la mayor alegría: no hay nada que produzca gozo o que pueda sacarlo del corazón humano, que no estuviera en aquel día en las bodas. Suenan panderos, suenan tambores, cornamusas, flautines, flautas, trompas y caramillos. ¿Para qué seguir hablando de lo demás? No se cerró ni portillo ni puerta: las salidas y las entradas estuvieron durante todo el día libres, y no se impidió el paso ni a pobre ni a rico. El rey Artús no fue avaro. Manda a los panaderos, a los cocineros y a los botelleros que entreguen en abundancia, a cada cual según su voluntad, pan, vino y caza. Todo el mundo tiene lo que desea. Muy grande es la alegría en el palacio, pero me callo la mayor parte; ahora oiréis la alegría y el gozo que hubo en la habitación y en la cama, por la noche, cuando se fueron a juntar; obispos y arzobispos estuvieron allí. En aquel encuentro no estuvo Iseo, ni fue en su lugar Brangel. La reina se ha ocupado del atavío y del dormitorio pues a ambos los quería encarecidamente. Y ellos se encontraron, antes de solazarse, con mayor placer que el del ciervo perseguido, jadeante de sed, cuando llega a la fuente o que el del gavilán cuando, hambriento, se dirige hacia el señuelo. Aquella noche se resarcieron de lo que han esperado tanto tiempo. Cuando la habitación estuvo vacía, pagan tributo a cada miembro: los ojos se reconfortan en la mirada haciendo nueva alegría de amor y, enviando el mensaje al corazón, les agrada mucho más cuanto ven. Después del mensaje de los ojos llega la dulzura de los besos que llevan amor, dulzura mucho más preciada; ambos prueban esa dulzura hasta que se sacian dentro de sus cuerpos, de forma que con gran esfuerzo se separan: el primer juego fue besar. Por el amor que hay en ambos la doncella tuvo más coraje: de nada se acobardó, todo lo permitió, aunque le resultara penoso; antes de levantarse perdió el nombre de doncella; por la mañana fue una dama novel. Aquel día los juglares estuvieron contentos pues todos fueron pagados a su grado: todo cuanto tomaron prestado se lo regalaron, y muy hermosos dones les fueron entregados: ropas de veros, de armiños y de conejos, violetas, escarlatas, grises o de seda, quien quiso caballo, quien quiso monedas, cada uno tuvo a su voluntad tanto como había de tener. Así las bodas y la corte duraron más de quince días con tal alegría y tal grandeza. Como señor y por alegrar y honrar aún más a Erec, el rey Artús hizo que todos los nobles se quedasen aún una quincena más. Cuando llegaron a la tercera semana decidieron emprender todos juntos un torneo [entre Evroic y Tenebroc]; Melic y Melidoc se pusieron ante mi señor Galván, que avanzó para tomar la promesa de ambas partes. Así quedó el desafío, con lo que se dispersó la corte. Un mes después de Pentecostés el torneo se prepara y reúne en la llanura, al pie de Tenebroc. ¡Allá hubo tanta enseña bermeja, tantos velos y tantas mangas azules y blancas que fueron dadas como prendas de amor! ¡Tantas lanzas se llevaron engalanadas de azur y teñidas en sinople, muchas otras de oro y plata y muchas de otra clase, muchas bandas y banderolas grises! Allí se vio aquel día lazar muchos yelmos de hierro y acero, verdes, amarillos y bermejos, y relucir contra el sol; tantos blasones y lorigas blancas, tantas espadas en el lado izquierdo, tan buenos escudos recientes y nuevos de azur y de bello sinople, tantos de plata con bodas de oro; tan buenos caballos, albazanos y alazanes, pardos y blancos, negros y bayos, todos se aprietan al costado unos de otros. El campo está completamente cubierto de armas; por ambas partes se estremecen las filas, en la liza se eleva el griterío; es muy grande el ruido de las lanzas, que rompen y agujerean los escudos, falsan y desclavan las lorigas, vacían las sillas y hacen caer a los caballeros; los caballos sudan y espumajean. Allí todos desenvainan las espadas sobre aquellos que caen con gran ruido; unos corren para tomarles la fe y los otros para conquistar el campo de batalla. Erec monta sobre un caballo blanco, va delante de la fila de los suyos para justar si encuentra con quién. Por el otro lado, contra él, allí mismo, espolea el Orgulloso de la Landa, y monta un caballo de Irlanda que lo lleva con gran rapidez. Erec lo hiere con tal fuerza sobre el escudo, delante del pecho, que lo ha derribado del destrero, lo deja y sigue. Y Randurant le viene por delante, hijo de la Vieja de Tergalo; le ataca de frente: iba cubierto con un cendal azul y era caballero de gran proeza; uno se dirige contra el otro, e intercambian grandes golpes sobre los escudos que llevan al cuello. Erec lo derriba a la distancia de una lanza. Al volverse, Erec se ha encontrado al rey de la Ciudad Roja, que es muy valiente y noble; cogen las riendas por los nudos y los escudos por las abrazaderas; ambos tenían muy bellas armas y muy buenos y rápidos caballos; sobre los escudos recientes y nuevos se golpean con tan gran fuerza que ambos destrozaron las lanzas; antes, tales golpes nunca fueron vistos. Al mismo tiempo, chocan los escudos, las armas y los caballos; cinchas, riendas y petrales no pueden aguantar al rey: se ha caído al suelo; en la mano se lleva ambas riendas y el freno; todos los que vieron aquella justa quedaron maravillosamente admirados y dicen que demasiado caro le cuesta a aquel que se enfrenta con tan buen caballero. Erec no quiere esperar a coger el caballo ni al caballero, sino justar y golpear bien, por lo que se prepara para mostrar su valor; por él se estremece la lucha, su valentía hace que se anime el que se encuentra a su lado; tomaba caballos y caballeros para abatir a la mayoría. De mi señor Galván quiero decir que lo hacía bien y bellamente. En el combate abatió a Guincel y apresó a Gaudín de la Montaña; toma caballeros, gana caballos: bien lo hizo mi señor Galván, Guirflet, el hijo de Do, Yván y Sagremor el Impetuoso. Éstos han combatido tanto que acorralan a los caballeros en las puertas: apresan y derriban a bastantes. Los de dentro del castillo vuelven a salir a la puerta, al combate contra los de fuera. Allí fue abatido Sagremor, caballero de gran valía: estaba apresado y prisionero, cuando Erec corre en su ayuda. Contra uno de los otros destroza la lanza, golpeándole bajo la tetilla, de forma que le hizo vaciar la silla; luego desenvaina la espada y los atraviesa, hunde los yelmos y los rompe; lodos huyen y se dan a la fuga, pues hasta los más valientes le temen. Tantos golpes y empujones dio, que ha rescatado a Sagremor; luchando los ha vuelto a meter en el castillo; entonces tocaron a vísperas. Tan bien lo hizo. Erec que fue el mejor de la batalla; pero mucho mejor lo hizo el día siguiente: tantos caballeros valerosos apresó con su mano e hizo vaciar tantas sillas que nadie lo creería si no lo hubiese visto. Por ambas partes decían que él había vencido el torneo con su lanza y su escudo. Entonces tuvo Erec tal fama que sólo se hablaba de él; no había ningún hombre con tanta gracia, tal que semejaba a Absalón en apariencia; por la manera de hablar, a Salomón; por su fiereza parecía [Sansón] y por su dadivosidad y dispendio se parecía a Alejandro. A la vuelta del torneo, Erec fue a hablar con el rey: le fue a pedir permiso, pues quería volver a su tierra; pero antes agradeció mucho como noble, sabia y cortésmente, el honor que le había hecho y que tanto le había agradado. Después, se ha despedido de él; quería irse a su país y llevarse a su mujer consigo. El rey Artús no se lo puede prohibir, pero, por su voluntad, no se hubiera ido nunca; le da permiso, pero le ruega que vuelva tan pronto como pueda, pues no hay en su corte caballero más valeroso, más valiente y más preciado, a excepción de Galván, su muy querido sobrino: con aquél no se podía comparar ninguno, después de éste al que más aprecia y a quien más estima era a Erec, más que a ningún otro caballero. En la corte del rey Lac Erec no quiere esperar más; manda a su mujer que se prepare, cuando tuvo el permiso del rey: también ha recibido en su cortejo sesenta caballeros ataviados con veros y petigrís. Una vez que estuvo dispuesto el viaje no esperó mucho tiempo en la corte. Le pide permiso a la reina, y encomienda los caballeros a Dios. La reina se despide de él. Cuando suena la hora de prima salen del palacio real; a la vista de todos monta a caballo y su mujer, que la trajo de su país, ha montado después; luego montó la mesnada; eran unos ciento cuarenta los que se pusieron en camino, entre criados y caballeros. Atraviesan colinas y precipicios, bosques, llanuras y montañas durante cuatro días enteros: al quinto llegan a Carnant, donde el rey Lac estaba descansando en un castillo muy agradable, que nunca se vio otro mejor emplazado. El castillo estaba bien provisto de bosque, praderas, viñas y cultivos, damas y caballeros, riberas y vergeles, criados esforzados y vigorosos, gentiles clérigos bien adecentados que gastaban sus rentas, damas bellas y gentiles, y burgueses bien establecidos. Antes de que Erec llegue al castillo, envía por delante a dos mensajeros para que se lo cuenten al rey. Entonces el rey, al oír la noticia, hace montar a clérigos, caballeros y doncellas, y ordena que toquen los cuernos y que las calles sean alfombradas con tapices y telas de seda para recibir a su hijo con gran alegría. Luego, él montó a su vez. Había allí ochenta clérigos y hombres gentiles y honorables, más de quinientos caballeros sobre caballos bayos, alazanes y píos, y tantas damas y burgueses que nadie podía contarlos. Galoparon y se apresuraron tanto, que los dos se vieron y conocieron, el rey a su hijo y su hijo al rey. Ambos descienden, se besan y saludan. En buen rato no se apartaron de allí donde se encontraron: uno a otro se saludaron. Gran alegría tuvo el rey por Erec. Por fin le deja a un lado y se vuelve hacia Enid. Gran dulzura hubo por ambas partes. Abraza y besa a los dos y no sabe cuál de ellos le place más. Se dirigen ahora al castillo. A su llegada tocan a vuelo las campanas. De juncos, menta y plantas están alfombradas las calles y, por encima, colgaduras de cortinas y tapices, de telas de seda y de jamete. Allí tuvo lugar una gran alegría, todas las gentes se han reunido para ver a su nuevo señor y nadie vio nunca que jóvenes y ancianos hicieran alegría mayor. Primero van a la iglesia, allí fueron recibidos devotamente en procesión. Erec se dispone a orar ante el altar del Crucifijo: ofreció cincuenta marcos de plata, muy bien empleados, y una cruz, toda de oro puro, que había pertenecido al rey Constantino. Tenía parte de la Vera Cruz, donde Nuestro Señor Dios fue crucificado y atormentado por nosotros, librándonos de la prisión en la que estábamos encerrados por el pecado que antaño cometiera Adán por el consejo del Enemigo. Había mucho que apreciar en la cruz: tenía piedras preciosas que eran muy virtuosas, en el centro y en cada uno de los brazos había un escarbunclo de oro, que estaban allí por maravilla, nadie vio nunca nada semejante. Por la noche lanzaban tal claridad como si fuera de día cuando brilla el sol, por la mañana. Tal claridad producía por la noche, que en la iglesia no era necesario que ardiera ni lámpara, ni cirio, ni candelabro. Dos nobles acompañaron a su mujer ante el altar de Nuestra Señora. Con buena devoción rogó a Jesús y a la Virgen María que en su vida les diese descendiente que heredara después de ellos. Luego ofreció sobre el altar un paño de tela de seda verde, nadie vio uno igual, y una gran casulla labrada. Estaba bordada toda de oro puro y era verdadera prueba de que la obra la hizo el hada Morgana en el Valle Peligroso donde habitaba. Gran cuidado había puesto en ello. Era de seda de oro de Almería. El hada no la había hecho como casulla para cantar, sino que se la dio a su amigo para que se hiciera rica vestimenta, pues era de mucha calidad. Ginebra, la mujer de Artús, el poderoso rey, la obtuvo con muy gran astucia por el emperador Gassa. Con ella hizo una casulla y la tuvo muchos días en su capilla porque era buena y bella. Cuando Enid volvió de allí, le dio aquella casulla. A decir verdad, valía más de cien marcos de plata. Cuando Enid hubo hecho su ofrenda, se retiró un poco y se persignó con la diestra como mujer bien enseñada. Con esto, salen de la iglesia y regresan a la casa. Allí comenzó una gran alegría. Erec tuvo aquel día muchos presentes de caballeros y burgueses: de uno, un palafrén noruego y de otro, una copa de oro; éste le regala un azor mudado y aquél, un perro de caza; ese otro, un lebrel y aquél un gavilán; uno, un caballo destrero de España y otro, un escudo; aquél, una enseña, ése, una espada y otro, un yelmo. Nunca ningún rey en su reino fue visto con más alegría ni recibido con mayor fiesta. Todos se esforzaron en servirle, pero mucha más fiesta hicieron por Enid que por él, debido a la gran belleza que en ella veían y más aún por su franqueza. Estaba sentada en una cámara sobre una colcha de seda, llegada de Tesalia. Alrededor de ella había muchas damas, pero igual qué la clara gema reluce sobre la piedra gris y la rosa sobre la amapola, así aparece Enid más bella que dama o doncella alguna que pudiera encontrar aquel que la buscara en el mundo por todas partes: tan gentil y honorable era, de sabias palabras y amable, de buen carácter y buena acogida. Nadie pudo nunca ver en ella locura ni maldad ni villanía, por muy sagaz que fuera. Se sabe comportar tan bien, que supera a todas las damas en bondad, generosidad y saber. Todos la amaron por su franqueza y quien podía hacerle servicio, más se tenía por querido y apreciado. Nadie hablaba mal de ella, pues nadie podía decir nada malo. Ni en el reino ni en el imperio hubo dama de tan buenas costumbres. Y con tanto amor la amó Erec, que no preocupó más de armas y dejó de ir a los torneos. Ya no le importaban los torneos: festejaba a su mujer y la hizo su amiga y amante. Y tiene puesto todo su empeño en abrazarla y besarla, y no busca otro deleite. Sus compañeros lo sentían mucho. Con frecuencia se lamentaban entre ellos de que la amara demasiado. Muchas veces había pasado mediodía, antes de que él se levantara de su lado. Le agradaba, pese a quien pese. Muy poco se alejaba de ella, pero no por ello dejaba de dar a sus caballeros armas, ropa y dinero. No había torneo en ningún sitio donde no los enviara muy ricamente dispuestos y ataviados. Para torneos y justas les daba caballos muy frescos que le costaban caros. Toda la nobleza decía que era gran dolor y pena que no quisiera llevar armas, tan valeroso como era. Tan vituperado fue por todas las gentes, por caballeros y servidores, que Enid oyó decir que su señor estaba hastiado de armas y caballería: mucho había cambiado su vida. A ella le pesó esto, pero no se atrevió a manifestarlo, para que su señor no lo tomara a mal tan pronto como se lo dijera. Lo ocultó hasta una mañana en que estaban en el lecho después de haber tenido ya deleite: yacían abrazados boca a boca como los que mucho se aman. Él dormía y ella velaba. Se acordó de las palabras que decían de su señor la mayoría en el país. Cuando le vienen a la memoria no puede contener el llanto. Sintió tal dolor y tal pesadumbre, que le sucedió la desgracia de decir una palabra por la que luego se tendría por necia, aunque no pretendía mal alguno. Comenzó a mirar tanto a su señor de arriba a abajo, vio su cuerpo bello y el rostro claro, y lloró con tanta aflicción que al llorar, las lágrimas le caían sobre el pecho de Erec. —Desdichada de mí —dijo—, ¡en mala hora nací! ¿Qué he venido a buscar aquí de mi país? Bien me debería tragar la fierra, pues el mejor de todos los caballeros, el más valiente, y el más fiero que nunca hubo entre condes ni reyes, el más leal, el más cortés, ha abandonado toda caballería por mí. Bien cierto es que lo he deshonrado, por nada del mundo quisiera haberlo hecho. Entonces le dice: «¡Amigo, en mala hora naciste!». Y se calló y no dijo más. Y aquel que no dormía profundamente, oyó la voz mientras dormía. Sus palabras le despertaron y mucho se admiró al verla llorar tan hondamente. Luego le pregunta y dice: —Dime, dulce amiga, ¿por qué lloráis de tal manera? ¿Por qué tenéis tristeza o dolor? Lo sabré porque es mi voluntad. Decídmelo, mi dulce amiga, no os guardéis, ni me escondáis nada, ¿por qué habéis dicho que en mala hora nací? Por mí lo decíais, no por otro, he comprendido bien las palabras. Entonces Enid se turbó mucho, tuvo gran miedo y gran inquietud: —Señor —dijo—, no sé nada de cuanto me decís. —Señora, ¿por qué lo negáis? De nada os valdrá ocultarlo: habéis llorado, eso lo veo bien, nunca lloráis por nada y cuando llorabais, he oído las palabras que dijisteis. —¡Ay! buen señor, esto no lo habéis oído nunca, pues creo que fue sueño. —Ahora lo que me decís son mentiras. Abiertamente os oigo mentir. Más tarde os arrepentiréis, si no me reconocéis la verdad. —Señor, si tanto me apremiáis, os diré la verdad, no os la ocultaré más, pero temo que os enoje. Todos en esta tierra, rubios, morenos y pelirrojos, dicen que es gran lástima que hayáis renunciado a las armas. Mucho ha descendido vuestra fama. Antes solían decir que en todo el mundo no se conocía mejor caballero ni más valeroso; no teníais par en ningún sitio. Ahora todos se burlan de vos, jóvenes y ancianos, pequeños y grandes. Todos os llaman cobarde. ¿Pensáis que no me enoja oír cosas tan despreciables de vos? Mucho me pesa todo lo que se dice y aún me pesa más, porque me echan la culpa a mí. Vituperada soy, eso me pesa, y todos dicen que os he atado y apresado de tal modo, que perdéis vuestro mérito y no os ocupáis de otra cosa. Ahora tenéis que tomar una decisión para que podáis apagar este vituperio y recuperar vuestra anterior fama, pues he oído que os criticaban mucho. Nunca me he atrevido a manifestároslo, pero muchas veces, cuando me acuerdo, lloro de angustia. Y tanta angustia he sentido ahora que he tenido poca precaución y os he dicho que en mala hora nacisteis. —Señora —dijo él—, teníais razón y los que me vituperan también la tienen. Disponeos ahora mismo, preparaos para cabalgar; levantaos de aquí y vestíos con vuestra ropa más bella y haced ensillar vuestro mejor palafrén. Muy agitada está ahora Enid. Se levanta muy triste y pensativa, y se debate y pregunta a sí misma por la locura que ha dicho: tanto se rasca la cabra que al final se hiere. —¡Ay! —dice— necia desgraciada, ahora estaba yo demasiado a gusto y no me faltaba nada. ¡Ay! desgraciada, ¿por qué fui tan atrevida que osé decir tal insensatez? ¡Dios! ¿pues no me amaba demasiado mi señor? A fe mía, desdichada, demasiado me amaba. Ahora me hace ir al destierro y no puedo tener mayor dolor, no veré a mi señor que me amaba tanto, que a nada tenía mayor cariño. El que nunca fue mejor nacido, se había aficionado tanto a mí que nada más le importaba. Nada me faltaba, muy buena era mi suerte, pero mucho creció mi orgullo, pues dije tan gran ultraje. Gran pena me traerá mi orgullo y muy justo será lo que sufra: quien el mal no prueba, no sabe qué es el bien. Mientras la dama se lamenta, se atavía con sus mejores ropas. No hay nada que le plazca, sino que todo le enoja. Luego hace que una doncella llame a su escudero y le ordena que ensille su rico palafrén noruego. Ni conde ni rey tuvo nunca uno mejor. En cuanto ella lo ordena, el otro no se toma demora: ensilló el palafrén roano. Erec llamó a otro y le ordena que le traiga las armas para armarse. Luego sube a sus estancias y hace que extiendan en el suelo una alfombra de Limoges delante de él. Aquél corrió a buscar las armas como le habían ordenado y dicho, y se las dejó sobre la alfombra. Erec se sentó enfrente de ellas sobre una imagen de leopardo que estaba representada en el tapiz. Se dispone y prepara para armarse primero se, hace enlazar unas calzas de blanco acero, viste después una cara loriga cuyas mallas no se pueden desgarrar; muy rica era la loriga, tanto por delante como por detrás; tenía tanto hierro como una aguja y no podía coger herrumbre pues estaba hecha toda de plata con anillos entrelazados. Estaba trabajada con tanta sutileza que os puedo decir ciertamente que nadie que la hubiera vestido se habría cansado o dolido más que si se hubiera puesto sobre su camisa una cota de seda. Todo esto les parece extraño al servidor y al caballero que le arman, pero ninguno se atreve a preguntar. Cuando le hubieron armado con la loriga, un criado le enlaza en la cabeza un yelmo adornado con un cerco de oro que relucía más claro que un cristal. Toma luego la espada y se la ciñe. Entonces ordena que le traigan ensillado el bayo de Gascuña. Después ha llamado a un criado: —Criado —dijo—, ve enseguida y corre a la cámara junto a la torre donde está mi mujer. Ve y dile que me hace esperar demasiado. Mucho tarda en ataviarse, dile que venga de inmediato para montar, que la espero. Y éste va allí. La encuentra dispuesta, entregada a su lloro y a su dolor, y entonces le dice: —¿Señora, por qué os demoráis tanto? Mi señor os espera fuera, armado con todas sus armas. Hace mucho rato que hubiera montado, si vos hubierais estado preparada. Mucho se admira Enid de que su señor tenga tal ánimo, pero procede como sensata y cuando llegó delante de él, aparentó la mayor alegría que pudo. Llegó ante él, en el centro del patio, y el rey Lac corrió detrás. Los caballeros se apresuraron a cual más: no hay joven ni viejo que no vaya a saber y a preguntar si no querrá llevarse a alguno de ellos. Todos se ofrecen y presentan, pero él les jura y promete que no se llevará a ningún compañero, sino tan sólo a su mujer. Así dice que irán solos. Mucho se angustia el rey: —Buen hijo, ¿qué quieres hacer? Dime de qué asunto se trata, nada me debes esconder. Dime adonde quieres ir, pues por nada que te diga quieres que en tu compañía vaya escudero ni caballero. Si has emprendido batalla singular contra un caballero, no debes de dejar por eso de llevarte, para distracción y compañía, a una buena parte de tus caballeros. Hijo de rey no debe ir solo. Buen hijo, haz cargar las acémilas y llévate treinta o cuarenta de tus caballeros o más aún. Haz cargar oro y plata y cuanto conviene a hombre noble. Finalmente Erec responde y se lo cuenta todo y explica cómo ha decidido emprender el viaje: —Señor —dijo—, no puede ser de otra forma. No me llevaré por las riendas otro caballo; para nada necesito ni oro ni plata, ni pido escudero, ni sirviente, ni compañía, a excepción tan sólo de mi mujer. Pero os ruego que, si ocurre que yo muero y ella vuelve, la améis y la estiméis por mi amor y por mis ruegos, y que le otorguéis para toda su vida, sin batalla y sin guerra, la mitad de vuestra tierra libre. El rey oye lo que su hijo le ruega y dice: —Buen hijo, yo lo otorgo, pero gran dolor tengo al ver que te vas sin compañía. Por mi voluntad, no lo haríais. —Señor, no puede ser de otro modo. Me voy. A Dios os encomiendo, pero ocupaos de mis compañeros, dadles caballos y armas y cuanto necesita un caballero. El rey no puede aguantar el llanto, cuando ve la marcha de su hijo. Y a su vez, las gentes también lloran. Damas y caballeros lloraban, gran duelo hacían por él. No hay uno solo que no se duela. Muchos se desmayan allí mismo. Llorando, le besan y abrazan y por poco no enferman del dolor. No creo que hiciesen mayor duelo, si herido de muerte lo viesen. Y él les dice como consuelo: —Señores, ¿por qué lloráis tanto? No he sido apresado ni tullido. Con este dolor nada ganaréis. Si me voy, ya volveré cuando Dios quiera y yo pueda. A todos y a todas os encomiendo a Dios, y dadme ya licencia, que mucho me hacéis entretener, y mucho mal y gran enojo me produce veros llorar. A Dios los encomienda y ellos a él. Se separan con gran pena. Erec se va, lleva con él a su mujer, no sabe a dónde, sino a la aventura. Aventura de los tres caballeros ladrones —Marchad —dijo Erec—, a paso rápido y guardaos de ser tan osada de, si veis alguna cosa, decírmelo. Absteneos de hablarme, si yo no me dirijo antes a vos. Id por delante a paso rápido y cabalgad con toda seguridad. —Señor —dijo Enid—, sea para bien. Se pone delante y se calla. No se dicen palabra uno a otro, pero Enid estuvo muy dolida. Se lamenta mucho en voz baja para que no la oiga: ¡Ay desdichada de mí!, en gran gloria me había puesto y elevado Dios y ahora me ha hecho descender. Fortuna que me había atraído, ha retirado en seguida su mano. ¡Desdichada! poco me importaría eso, si me atreviera a hablar a mi señor, pero muerta y despreciada estoy, porque mi señor me odia. Odio me tiene, bien lo veo, puesto que no quiere hablar conmigo y no tengo valor ni para mirarlo. Mientras ella se lamenta así, un caballero que vivía del robo, sale del bosque. Con él había dos compañeros y los tres iban armados. Mucho codició el palafrén que Enid cabalgaba… —¿Sabéis señores qué os espera? —dijo a sus dos compañeros— si no ganamos aquí, avergonzados y cobardes seremos y muy poco afortunados. Por aquí va una dama muy hermosa. No sé si es dama o doncella, pero va vestida muy ricamente. Su palafrén y la gualdrapa, el petral y correas valen al menos veinte marcos de plata. Para mí quiero el palafrén y vosotros os podéis quedar con lo demás, pues ésa será mi parte. Nada podrá hacer el caballero con la dama, si Dios me asiste. Pienso atacarle de tal forma, os lo digo con certeza, que lo pagará muy caro. Por eso es justo que vaya a hacer la primera batalla. Ellos se lo otorgan y éste ataca derecho y con el escudo se cubre. Los otros dos se quedan arriba. Entonces era costumbre y uso que en un combate no debían cargar contra uno solo dos caballeros, y si así atacaban, se entendía que habían hecho traición. Enid vio a los ladrones. Un gran temor se apodera de ella. —Dios —dijo—, ¿qué podría decir? Ya yace muerto o herido mi señor, pues ellos son tres y él está solo. No es justo, pues no es juego igualado el de un caballero contra tres. Éste lo herirá ahora mismo y mi señor no está en guardia. ¡Dios! ¿seré tan cobarde que no me atreva a decírselo? No seré tan cobarde, se lo diré, no lo dejaré. Vuelve sus pasos hacia él y dice: —Buen señor, ¿en qué pensáis? Tres caballeros que mucho os persiguen, vienen cargando detrás de vos. Tengo miedo de que os hagan mal. —¿Qué? —dijo Erec— ¿qué habéis dicho? En muy poco me estimáis. Habéis tenido mucho atrevimiento al no cumplir mi orden ni mi prohibición. Por esta vez os perdono, pero si ocurre otra vez, no seréis perdonada. Entonces prepara el escudo y la lanza y se precipita contra el caballero. Éste le ve venir y grita. Cuando Erec lo oyó, le desafía. Ambos cargan y se enfrentan con las lanzas extendidas. Pero éste no acierta a Erec y Erec lo deja a él malparado, pues bien supo atacarle. Le golpea de tal modo en el escudo que lo hiende de parte a parte, y le destroza la loriga, se la rasga y rompe en medio del pecho y le introduce pie y medio de lanza en el cuerpo. Al retirarla, hace fuerza sobre el arma hacia un lado y aquél cae. Tenía que morir, pues la lanza le había alcanzado el corazón. Uno de los otros dos se precipita contra él y deja atrás a su compañero. Espolea hacia Erec y le amenaza. Erec embraza el escudo colgado al cuello y le ataca como valiente. Aquél se pone el escudo ante el pecho y se golpean en los blasones. La lanza del caballero adversario vuela en trozos. Erec hizo penetrar un cuarto de la lanza en el cuerpo de aquél. Hoy ya no habrá de cansarle más: lo derriba desvanecido bajo el caballo destrero. Luego se dirige de lado contra el otro. Cuando éste lo vio venir hacia él, empezó a huir. Tuvo miedo y no se atrevió a esperarle. Corre a buscar refugio en el bosque, pero de nada le vale el bosque. Erec le persigue y grita muy alto: —¡Vasallo, vasallo! ¡Volveos, preparaos para defenderos o yo os atacaré por la espalda. De nada vale vuestra huida! Pero éste no piensa en regresar y se va huyendo a toda prisa. Erec lo persigue y lo alcanza. Le golpea por la derecha sobre el escudo pintado y por la otra parte lo derriba. Ya no tiene por qué preocuparse por ninguno de los tres: ha matado a uno, ha herido a otro y se ha librado del tercero, dejándolo humillado debajo del Cabul lo destrero. Coge los tres caballos y los ata por el freno. Se distinguen uno de otro por el pelo: el primero era blanco como la leche, el segundo, negro, no era feo, y el tercero, era todo roano. Ha vuelto al camino donde le esperaba Enid. Le ordena que lleve y guíe delante de él los tres caballos y mucho le recomienda con amenazas que no se atreva a pronunciar una sola palabra con la boca, si él no le da licencia. Ella responde: —No lo volveré a hacer, buen señor, si así os place. Entonces se van y ella se calla. Aventura de los cinco caballeros No habían corrido más de una legua, cuando delante, en un valle, se dirigen hacia ellos cinco caballeros, cada uno con la lanza sobre el fieltro del arzón, con los escudos colgados del cuello y los bruñidos yelmos enlazados. Iban buscando pillaje. En esto, ven venir a la dama que llevaba los tres caballos y a Erec que iba detrás. En cuanto los vieron, se repartieron entre ellos, de palabra, todo el equipaje como si ya se hubieran apoderado de él. Mala cosa es la codicia, pero no ocurrió como querían, pues bien se ofreció allí resistencia. Mucho dista lo que ocurrió de lo que fue pensado, y todos creen que van a conseguir lo que luego no obtendrán, y así emprendieron el asalto. Uno dice que se quedará con la doncella o, si no, morirá y el otro dice que suyo será el caballo destrero roano y que nada más quiere tener de todo el botín. El tercero dice que tendrá el negro, «y yo el blanco», dice el cuarto. Nada cobarde fue el quinto, pues dice que conseguirá el destrero y las armas del caballero: sólo contra aquél los quiere conquistar y será el primero en atacar si le dan licencia para ello, y éstos se la conceden de buen grado. Entonces se separa de ellos y avanza. Tenía un buen caballo y muy veloz. Erec lo vio, pero hizo como si no se pusiera en guardia. Cuando Enid los vio, se excitó toda su sangre. Tuvo gran miedo y gran inquietud: —Desdichada —dijo—, ¿qué haré? No sé qué decir ni qué hacer, pues mi señor mucho me amenaza y dice que se enojará conmigo si hablo de algo con él. Pero si mi señor muere aquí, no tendré ningún consuelo, muerta estaré y seré maltratada. ¡Dios! eso no lo quiere mi señor. ¿A qué espero, pues, desgraciada insensata? En demasiada estima tengo mis palabras, pues no le he dicho nada. Sé bien que los que aquí vienen, están llenos de malas intenciones. ¡Ay, Dios! ¿Cómo se lo diré? Me matará. ¡Qué me mate! No me quedaré sin decírselo. Entonces le llama con dulzura: —¡Señor! —¿Qué? —dijo él— ¿qué queréis decir? —Gracias, señor. Quiero deciros que de ese bosque han salido cinco caballeros que me inquietan. Bien creo y veo que quieren combatiros. Detrás se han quedado cuatro y el quinto se dirige hacia vos tan rápidamente como su caballo puede llevarle. No tardará mucho en atacaros. Los cuatro se han quedado atrás, pero no están muy lejos de él. Todos le socorrerán en caso de necesidad. Erec responde: En mala hora lo pensasteis, pues habéis transgredido lo que os había prohibido con mis palabras, y por eso sé muy bien que en muy poco me estimáis. Mal empleáis este servicio que en nada os puedo agradecer. Bien sabéis que os odio. Os lo he dicho ya y os lo repito. Ahora os vuelvo a perdonar, pero otra vez guardaos siquiera de dirigirme la mirada, pues os comportaríais como insensata, ya que vuestras palabras no me agradan. Entonces Erec carga contra aquél y ambos se enfrentan. Uno se precipita contra el otro y le ataca. Erec le golpea tan fuertemente que el escudo le vuela del cuello y le parte el pecho. Los estribos se rompen y aquél cae. No hay miedo de que se levante pues está muy roto y herido. Uno de los otros se lanza contra él y se enfrentan muy velozmente. Erec le introduce sin obstáculo la punta cortante de buena forja en la garganta por debajo del mentón: le rompe todos los huesos y los nervios de tal modo que el hierro le atraviesa de parte a parte. La sangre roja le cae a borbotones por ambas partes de la herida. El alma se va, le falla el cuerpo. Y el tercero salta del lugar donde acechaba, que se encontraba al otro lado de un vado. Se dirige recto hacia él por el vado. Erec carga y va a su encuentro, antes de que hubiera salido del vado. Le golpea tan bien, que lo derriba a él y al caballo destrero. El caballo cae encima de éste, de tal modo que tuvo que morir ahogado y el caballo tanto se esforzó, que al final pudo enderezarse. Así ha vencido a los tres. Los otros dos deciden abandonar el lugar y dejar el combate. Se van huyendo por el río. Erec los persigue y golpea al último en el espinazo, de forma que le hace inclinarse sobre el arzón delantero. Ha puesto toda su fuerza en ello y la lanza se le rompe en la espalda, y éste cae con el cuello hacia delante. Cara ha vendido Erec la lanza que ha roto sobre él. En seguida desenvaina la espada. Éste se levanta y actúa como loco. Erec le dio tres golpes tales que hizo beber sangre a la espada. Le separó el hombro del tronco y cayó al suelo. Ataca con la espada al otro, que muy rápidamente huía sin compañía y sin escolta. No se atreve a esperar y no puede esquivarle; tuvo que abandonar el caballo en el que ya no confía. Tira el escudo y la lanza y se deja caer al suelo. Erec ya no piensa en perseguirlo más, cuando se deja caer al suelo, pero recogió la lanza, no la dejó allí, pues la suya se le había roto. Se lleva la lanza y se va. Tampoco abandona los caballos, coge los cinco y se los lleva. Enid se encargará de conducirlos. Le entrega los cinco con los otros tres y le ordena que se ponga en marcha enseguida y se abstenga de hablarle, para que no le vengan males o enojos. Pero ella no le responde palabra, sino que se calla y se ponen en marcha llevándose los ocho caballos. Cabalgaron hasta la noche y no vieron ni ciudad ni refugio. Para pasar la noche se resguardaron bajo un árbol en una landa. Erec ordena a la dama que duerma, que él velará. Ella le responde que no lo hará, pues no es justo y no lo quiere hacer: que duerma él, que lo necesita más. Erec se lo concede y bien le fue. Se pone el escudo debajo de la cabeza y la dama coge su manto y se lo extiende por encima. Él durmió y ella veló, y no concilio el sueño en la noche. En su mano sujeta a los caballos toda la noche hasta el día siguiente. Y mucho se ha vituperado y maldicho por la palabra que dijo: —He actuado mal —piensa— y no tengo ni la mitad del mal que merezco. ¡Desdichada, en mala hora he visto mi orgullo y presunción! Sin duda, podía saber que no existe ningún caballero mejor que mi señor. Bien lo sabía. Ahora lo sé mejor, pues he visto con mis propios ojos que no teme ni a tres ni a cinco armados. Maldita sea toda mi lengua que dice orgullo y ultraje y que arroja sobre mí tal vergüenza. Así se lamenta por la noche hasta que llega la aurora. Aventura del conde vanidoso Erec se levanta por la mañana y se ponen en camino, olla delante y él detrás. Hacia mediodía se acerca a ellos un escudero desde un valle; con él iban dos criados que llevaban pan, vino y cinco quesos cremosos. El escudero se dirige hacia ellos con amabilidad. Cuando vio a Erec y a su amiga que venían del bosque, comprendió bien que habían pasado la noche allí y que no habían comido ni bebido, pues en toda una jornada en derredor no había ni castillo, ni ciudad, ni torre, ni fortaleza, ni abadía, ni albergue, ni hospedaje. Luego, actuó con gran franqueza. Emprende el camino hacia ellos y les saluda como a nobles y dice: —Señor, creo y pienso que hoy os habéis esforzado mucho y que esta dama ha velado mucho tiempo y yacido en este bosque. Os ofrezco esta torta blanca de trigo por si os place comer un poco. No os lo digo para adularos. La torta es de buen trigo y nada os pido. Tengo buen vino y queso graso, un mantel blanco y hermosas copas. Si os place almorzar, no es necesario que sigáis adelante. Desarmaos de vuestras armas y reposad un poco a la sombra de estos carpes. Desmontad, os lo aconsejo. Erec pone pie en tierra y le responde: —Dulce y buen amigo, comeré, os lo agradezco. No seguiré adelante antes de hacerlo. El servidor cumplió bien su servicio. Baja a la dama del caballo, y los criados que iban con el escudero sujetan los animales. Luego se van a sentar a la sombra. El escudero le quita el yelmo a Erec y le desenlaza la ventana que le cubre la cara. Luego ha extendido delante de ellos el mantel sobre la florida hierba, les ofrece la torta y el vino, les prepara un queso y se lo corta. Aquéllos comieron, pues tenían hambre, y bebieron con gusto el vino. El escudero se aplica en servirles. Cuando hubieron comido y bebido, Erec fue cortés y generoso: —Amigo —dijo—, como recompensa os regalo uno de mis caballos. Coged el que mejor os parezca y os ruego que si no os resulta gravoso, regreséis de nuevo al castillo y me preparéis un rico albergue. Aquél le responde que hará con gusto cuanto le plazca. Luego se acerca a los caballos, los desata, coge el negro y se lo agradece, pues le ha parecido que es el mejor. Monta en él por el estribo izquierdo. Deja a los dos allí, llega al castillo a todo galope y escoge un albergue bien dispuesto. Regresa de nuevo junto a ellos y dice: —Ahora señor, montad, que tenéis buen y hermoso albergue. Erec monta, la dama después. El castillo estaba cerca, en seguida llegaron al albergue. Allí fueron recibidos con alegría. El posadero les recibió muy bien e hizo preparar con gran abundancia, contento y con buena voluntad, todo cuanto les fue necesario. Cuando el escudero les hubo hecho tanto honor como podía hacerles, se dirige a su caballo y monta. Lleva a guardar el caballo por delante de las estancias del conde. Éste se había ido a apoyar allí junto con otros tres vasallos. Cuando el conde vio a su escudero que iba sobre el destrero negro, le preguntó de quién era, y éste le respondió que suyo. Mucho se maravilló el conde: —¿Cómo lo has obtenido? —Me lo ha dado un caballero, señor —dijo él—, al que estimo mucho y al que he acompañado hasta este castillo, alojándolo en casa de un burgués. El caballero es muy cortés, nunca había visto antes a un hombre tan hermoso, y aunque lo hubiera jurado y prometido, no podría explicaros ni la mitad de su belleza. El conde responde: —Pienso y creo que no es más hermoso que yo. —A fe mía señor —dijo el sirviente—, vos sois muy hermoso y gentil, no hay caballero en este país nacido de la tierra que sea más hermoso que vos, pero os digo con corteza que éste lo sería mucho más, si no estuviera fatigado por la loriga, ni magullado ni golpeado. Ha combatido sólo en el bosque contra ocho caballeros y se ha llevado sus caballos destreros. Y con él va una dama tan bella que ninguna mujer tuvo nunca ni la mitad de su belleza. Cuando el conde oyó aquella noticia, le entraron deseos de ir a ver si era verdad o mentira. —Nunca oí —dijo— nada semejante. Condúceme hasta su posada, pues ciertamente quiero saber si me dices mentira o verdad. Aquél le responde: —Señor, con mucho gusto. Aquí está el camino y el sendero, y hasta allí no hay mucho trecho. —Mucho me tarda ya en verlos —dijo el conde; y entonces baja. El otro desmonta del caballo y hace montar al conde. Corrió delante a contar a Erec que el conde iba a verles. Erec estaba muy ricamente alojado, pues estaba muy bien acostumbrado. Allí había muchos cirios encendidos y gran abundancia de candelas. El conde llegó sólo con tres compañeros y no llevaba a nadie más. Erec, que estaba muy bien enseñado, se levantó ante él y le dijo: —Señor, bienvenido. Y el conde le saludó a su vez. Ambos se sentaron sobre una colcha blanca y blanda. Se dieron a conocer por palabra. El conde le propone y ruega que le consienta pagar sus gastos. Pero Erec no le deja que se encargue, sino que dice que tiene mucho para dispendiar y no necesita coger nada de su riqueza. Hablaron de muchas cosas, pero el conde no deja ni un momento de mirar hacia otro lado. Piensa en la dama, todo su pensamiento estaba en ella por la gran belleza que tenía. La miró tanto como pudo, la codició tanto y tanto le plugo, que su belleza le encendió de amores. Pidió licencia a Erec muy disimuladamente para hablar con ella: —Señor —le dijo—, os pido licencia, pero que eso no os enoje: por cortesía y deleite quiero sentarme junto a esa dama. He venido a veros a los dos por bien, y nada malo debéis notar en ello. Sólo quiero presentar mi servicio a la dama. Haré todo su placer por amor a vos, sabedlo bien. Erec no tuvo celos, pues no pensó en ningún engaño. —Señor —respondió—, nada me pesa. Os está permitido entreteneros y hablar. No temáis que eso me pese, con gusto os doy licencia para ello. La dama estaba sentada tan lejos de él como dos lanzas tienen de largo, y el conde se sentó junto a ella sobre un bajo escabel. Hacia él se giró la dama que era muy discreta y cortés. —¡Ay! —dijo el conde— cuánto me pesa veros en medio de tanta bajeza. Siento gran dolor y gran pesadumbre, pero si quisierais creerme, tendríais honor y dignidad y recibiríais muchos y grandes bienes. A vuestra belleza convendría gran honor y gran señorío. Si os agradara, haría de vos mi amiga. Vos seríais mi amiga querida y señora de toda mi tierra. Ya que me atrevo a requerir vuestros amores, no me debéis rechazar. Bien veo y sé que vuestro señor no os ama ni os estima. Con buen señor estaríais, si os quedarais conmigo. —Señor, os esforzáis en vano —contestó Enid—, eso no puede ser. ¡Ay! Antes preferiría no haber nacido o arder en un fuego de espinos y que la ceniza fuera esparcida, que haber faltado contra mi señor o haber pensado felonía o traición. Muy mal os habéis comportado al requerirme tal como lo habéis hecho. No lo haría de ningún modo. El conde empieza a encolerizarse: —¿No os dignaréis en amarme, señora? —insiste—, muy orgullosa sois. ¿Ni por alabanza ni por ruegos haríais nada de lo que yo quiero? Muy cierto es que la mujer se enorgullece cuanto más se la quiere y alaba; pero quien la humilla y maltrata, ése la encuentra mejor más veces. Os advierto que si no cumplís mis deseos, se desenvainarán espadas. Ahora mismo haré matar, con justicia o sin ella, a vuestro señor delante de vuestros ojos. —Señor, lo podéis hacer mejor de lo que decís —contestó Enid. Muy felón y traidor seríais si lo mataseis aquí mismo. Buen señor, apaciguaos, pues haré lo que gustéis. Podéis apoderaros de mí: soy vuestra y quiero serlo. No es por orgullo por lo que no os he dicho nada, sino para saber y probar, si podría encontrar en vos a quien me amase de buen corazón, pero de ningún modo me gustaría que cometieseis traición. Mi señor no se guarda de vos. Si vos lo mataseis aquí, obraríais muy mal y yo sería vituperada. Todos dirían por la región que se había hecho por mi culpa. Reposad hasta mañana, cuando mi señor se levante. Entonces podréis atacar mejor, sin vituperio ni reproche. Aquél piensa para sus adentros y no dice palabra. —Señor —continuó ella—, creedme y no os impacientéis, pero mañana enviad aquí a vuestros caballeros y sirvientes y haced que me cojan por la fuerza. Mi señor querrá defenderme, pues es muy valiente y fiero. Y ya sea por las buenas o por las malas, haced que lo prendan y encierren o que le corten la cabeza. Demasiado he llevado esta vida, para nada quiero la compañía de mi señor, ya no quiero mentir. Cierto es que me gustaría sentiros en un lecho cuerpo desnudo junto a cuerpo desnudo. Cuando hayamos llevado a cabo esto, estad seguro de mi amor. El conde responde: —Buena suerte. Señora, en buena hora nacisteis, con gran honor seréis guardada. —Señor —respondió ella—, bien lo creo, pero quiero tener vuestra promesa de que me tendréis en estima. De otro modo no os creeré. El conde responde alegre y gozoso: —Tenéis mi promesa. Os prometo lealmente como conde, señora, que siempre procuraré todo vuestro bien. No os aflijáis por eso, nunca querré nada que vos no queráis. Entonces le tomó la promesa, pero en poco la apreció y poco le importó: todo fue para librar a su señor. Bien supo con palabras confundir al loco, desde que puso empeño en ello. Mejor es que le mienta a que su señor sea despedazado. El conde se levanta de su lado y la encomienda a Dios cien veces, pero poco le valdrá la fidelidad que le había jurado. Erec nada sabía de que estuvieran acordando su muerte, pero bien le podrá ayudar Dios y yo creo que así lo hará. Ahora se encuentra Erec en un gran peligro y no está advertido. El conde está muy en contra de él, pues piensa quitarle a su mujer y matarle sin defensa. Se despide de él como fiel: —A Dios os encomiendo —dijo el conde. Erec responde: —Señor, y yo a vos. Y así se separan. Ya había transcurrido gran parte de la noche. Se hicieron dos lechos en el suelo de una cámara retirada. Erec va a acostarse en uno, en otro se acostó Enid muy dolida y humillada, y en toda la noche no pudo conciliar el sueño. Estuvo en vela por su señor, pues sabía que el conde estaba lleno de felonía, porque lo había conocido y visto bien. Sabe que si el conde puede caer sobre su señor, éste saldrá malparado; seguro puede estar de la muerte. No sabe cómo ayudarle. Tuvo que velar toda la noche; al amanecer, si puede y su señor la quiere escuchar, habrán dispuesto el viaje, y el conde no podrá vencer y ella no será suya ni él de ella. Erec durmió mucho, y tranquilo, durante toda la noche, de tal modo que ya comenzaba a amanecer. Entonces Enid comprendió y sospechó que no podía esperar demasiado. Como buena y leal dama tuvo el corazón tierno para con su señor. Su corazón no fue ruin ni falso. Se viste y se atavía, se dirige a su señor y le despierta. —¡Ay!, señor —dijo ella—, ¡gracias! Levantaos, rápidamente de aquí, pues habéis sido completamente traicionado sin causa y sin haber hecho nada condenable. El conde es traidor probado. Si os encuentra aquí, ya no escaparéis pues hará que os despedacen. Quiere tenerme, por eso os odia. Pero si place a Dios que todo lo sabe, no seréis muerto ni apresado. Os habría matado desde ayer tarde si no le hubiera jurado que sería su amiga y su mujer. Ya le veréis venir hacia aquí. Quiere apresarme y que me quede con él y mataros a vos si os encuentra. Entonces vio Erec que su mujer se mostraba muy leal con él. —Señora —le dijo—, haced que ensillen en seguida nuestros caballos y haced levantar al posadero y decidle que venga aquí. La traición ya ha empezado. Han ensillado los caballos y la dama ha llamado al posadero. Erec se ha vestido con rapidez y el posadero ha acudido junto a él. —Señor —dijo—, ¿qué prisa tenéis que os levantáis a estas horas, antes de que amanezca ni salga el sol? Erec responde que tiene que recorrer mucho trecho y una larga jornada; por eso ha dispuesto el viaje que mucho le preocupa, y dice: —Señor, nada habéis contado de mis gastos. Me habéis hecho honor y bondad, y a ello corresponde gran recompensa. Consideraos pagado con siete caballos destreros. Con nada más puedo aumentar mi don, ni siquiera con la montura de un cabestro. El burgués estuvo contento con aquel don y se inclinó hasta los pies. Mucho se lo agradeció. Entonces monta Erec y se despide, se ponen en marcha y durante todo el camino va advirtiendo a Enid que si ve algo, no sea tan atrevida de ponerlo en su conocimiento. Mientras tanto, llegan a la casa cien caballeros equipados con armas. Muy engañados se sintieron, pues allí no encontraron a Erec. Entonces el conde comprendió bien que la dama le había engañado. Ha visto los clavos de los caballos y todos se disponen a seguir su rastro. El conde, amenazando a Erec, dice que si le puede alcanzar, nada le impedirá cortarle la cabeza. —¡En mala hora haya nacido quien deje de picar espuelas en seguida! —dijo—. Bien me habrá servido quien me entregue la cabeza del caballero a quien tanto odio. Le persiguen con ímpetu, airados y encolerizados, sin volverse. Erec cabalga. Lo ven antes que entre en el bosque. Entonces uno se adelanta al resto y todos se lo permiten de buen grado. Enid oyó la resonancia y ruido de sus armas y de sus caballos, y vio que el valle estaba lleno. En cuanto los vio venir, no pudo contener las palabras. —¡Ay, señor! —dijo—, ¡ay! ¡Contra vos marcha el conde, pues por vos ha traído tal hueste! Señor, cabalgad más deprisa hasta que estemos en ese bosque. Hay esperanza de escapar, pues están todavía muy lejos. Si vamos a este paso, no podréis escapar de aquí, pues no estáis a la par. Erec responde: —En poco me apreciáis, al despreciar mi palabra. Ya no sé cómo rogaros para que aceptéis mi decisión. Pero si Dios tiene misericordia de mí y puedo escapar de aquí, esto os costará muy caro, si el valor no me abandona. Ahora se vuelve y ve venir al senescal sobre un caballo fuerte y veloz. Se ha alejado de delante de los otros cuatro tiros de ballesta. No había prestado sus armas, pues iba muy bien equipado. Erec contó a los caballeros y vio que allí había unos cien. Piensa que debe detener a aquel que lo va persiguiendo. Se enfrenta y se golpean en los escudos con las dos puntas cortantes y afiladas. Erec le introduce su fuerte lanza de acero en el cuerpo y ni el escudo ni la loriga le sirvieron más que un cendal persa. En esto carga contra el conde. Según cuenta la historia, era un caballero fuerte y valiente: esto hizo que el conde sólo llevara escudo y lanza, pues confió tanto en su fuerza que no quiso armarse de otra forma; mostró un gran atrevimiento, ya que se adelantó más de nueve arpendes ante toda su gente. Cuando Erec lo vio fuera de la tropa, se lanzó sobre él. Éste no le teme, se enfrenta con fiereza. El conde le golpea primero con tal fuerza en el pecho que los estribos habrían cedido, si no hubiera estado bien sujeto. Hizo crujir la madera del escudo de tal modo que la punta de la lanza lo traspasó. Pero la loriga era muy rica y le protegió de la muerte, sin que se rompiera ninguna malla. El conde resistió, su lanza se quebró. Erec le golpea con tal ímpetu en el escudo, que estaba pintado de amarillo, que le mete en la cabeza por el costado más de un palmo. Lo derriba desmayado del caballo destrero. Después de esto, se vuelve, no permanece en el lugar y se va recto hacia el bosque a galope tendido. Erec ya ha entrado en el bosque; mientras, los otros se detienen sobre los que yacían en medio del campo. Se aseguran y juran que lo perseguirán picando espuelas dos o tres días hasta que lo cojan y lo maten. Y el conde, muy herido en el costado, oye lo que dicen. Se endereza un poco y entreabre los ojos. Se da cuenta de que había empezado a hacer una mala obra. Hace retirar a los caballeros. —Señores —dijo el conde—, a todos os digo que no haya aquí ni uno solo tan intrépido, tan fuerte o débil, alto o bajo, que se atreva a dar un paso adelante. Regresad todos en seguida. Me he comportado con villanía y me pesa. Muy virtuosa, sabia y cortés es la dama que me ha engañado. Su belleza me encendió. Porque la deseaba quería matar a su señor y retenerla por la fuerza. Bien me deben acontecer males y me sobrevendrán, pues he sido felón y desleal, traidor y loco. Nunca nadie nació de madre mejor caballero que éste. Nunca más tendrá enojos por mí, allí donde se los pueda evitar. Ahora os ordeno que regreséis. Éstos se van muy desconsolados. Se llevan al senescal y colocan al conde en su escudo, pues ha sobrevivido lo suficiente aunque estaba malherido. Así se libró Erec de ellos. Aventura del rey Guivrete el Pequeño Erec se va muy rápidamente por un camino bordeado de setos. A la salida del cercado, encontraron un puente levadizo delante de una alta torre cerrada por un muro y rodeada por un foso ancho y profundo. Pasaron el puente velozmente, pero no habían avanzado mucho, cuando de lo alto de la torre, los vio aquel que era el señor del lugar. De éste sabría decir que su cuerpo era muy pequeño, pero era valiente, de gran corazón. Cuando vio pasar a Erec, descendió al pie de la torre e hizo que pusieran la silla de leones de oro sobre su caballo destrero alazán. Luego manda que le traigan escudo y lanza resistente y fuerte, espada bruñida y cortante, yelmo claro y reluciente, loriga blanca y calzas de hierro, pues había visto pasar delante de sus lizas a un caballero armado, al que quiere cansar de armas o el otro le cansará a él, hasta que se agote. Cumplen su orden: un escudero le ha traído el caballo con la silla puesta, y embridado, y otro le trae las armas. El caballero sale por medio de la puerta tan rápidamente como puede, completamente solo pues no había con él ningún compañero. Erec va por una pendiente. El caballero acorta camino colina abajo: va sobre un caballo tan fiero y que se movía con tal ímpetu, que bajo sus pies hacía crujir las piedras con más rapidez que la muela rompe el trigo, y por todos los lados salen claras chispas ardientes, pues parece como si sus cuatro pies estuvieran prendidos de fuego. Enid oyó el ruido y la resonancia. Por poco no cayó de su palafrén desmayada y extenuada. En todo su cuerpo no hubo vena en la que no se removiera la sangre, y la cara se le puso pálida y blanca como si estuviera muerta. Se desespera mucho y está desconsolada, pues no se atreve a decírselo a su señor que mucho la ha amenazado y ordenado que se calle. Ambas cosas le disgustan y no sabe cuál escoger, si hablar o callar. Se aconseja a sí misma. Muchas veces se dispone a hablar de modo que la lengua se le mueve, pero la voz no le sale, pues de miedo aprieta los dientes y se le quedan dentro las palabras. Se atormenta y se tortura, cierra la boca, aprieta los dientes para que las palabras no salgan fuera. Gran lucha hay en ella y piensa: —Estoy segura y sé con certeza qué terrible pérdida será si pierdo aquí a mi señor. ¿Se lo diré todo abiertamente? No. ¿Por qué? No me atreveré, pues mi señor se indignará, y si mi señor se indigna, me dejará en esta maleza, sola, desgraciada y perdida. Entonces seré más desdichada. ¿Más desgraciada? ¿Y qué me importa? Ni Dios ni el pesar me faltarán mientras viva, si mi señor no escapa de aquí completamente libre, de modo que no sea herido de muerte. Pero si no se lo cuento en seguida, este caballero que hacia aquí se dirige, lo habrá matado antes de que se ponga en guardia, pues parece lleno de malas intenciones. Desdichada, demasiado he esperado ya. Mucho me lo ha prohibido, pero no lo dejaré por prohibición. Veo bien que mi señor piensa tanto que se olvida de sí mismo. Así, es muy justo que se lo diga. Ella habla, él la amenaza, pero no tiene intención de hacerle ningún daño, pues se da cuenta y sabe, que ella le ama por encima de todo y él la ama tanto, que más no puede. Se dirige contra el caballero que le incita a la batalla. Se encuentran al final del puente. Se enfrentan y desafían. Ambos se atacan con las puntas de las lanzas. Los escudos que del cuello les cuelgan, no les valen dos cortezas: rompen el cuero y los hienden, y rompen las mallas de la loriga; de tal modo que ambos son ensartados hasta las entrañas y caen de los caballos destreros al suelo. No estaban heridos de muerte, pues los escudos eran muy resistentes. Han tirado las lanzas en el campo, desenvainan las espadas. Se golpean con gran ímpetu. Uno arrastra y hace tambalear al otro, pues no se pueden evitar. Se dan tales golpes en los yelmos que salen ardientes chispas. Hienden los escudos y los despedazan. En muchos lugares han penetrado las espadas hasta la carne desnuda, de forma que se cansan y debilitan mucho. Y si las espadas durasen mucho tiempo enteras una y otra, no se hubieran retirado de la batalla y ésta no habría terminado sin que uno de ellos muriera. Enid, que les estaba mirando, por poco no enloquece de dolor. Quien la vea hacer tan gran duelo, retorcer las manos, tirarse de los cabellos y caerle las lágrimas de los ojos, vería a leal dama, y muy cruel sería quien lo viera y no se apiadara de ella. Grandes golpes se dan uno a otro. Desde tercia hasta cerca de nona duró la batalla, tan fiera que ningún hombre podría haber apreciado de ninguna manera cuál era el mejor de ellos. Erec se esfuerza y se anima. Su espada ha penetrado en el yelmo del otro hasta la capucha y le hace tambalear, pero se sostuvo bien y no cayó. Y éste ataca a Erec y le ha golpeado tan duramente en el cerco de su escudo, que al sacarla ha roto la hoja que era muy buena y de gran valor. Cuando éste ve su espada rota, tira con ira al suelo la parte que le queda de empuñadura, tan lejos como puede. Tuvo miedo, retrocedió, pues caballero al que le falta espada, no puede hacer gran esfuerzo ni en batalla ni en ataque. Erec le persigue y éste le ruega por Dios que no lo mate. —¡Merced! —dijo— noble caballero, no seáis cruel ni fiero conmigo. Ya que me ha fallado mi espada, tenéis la fuerza y el poder de matarme o de cogerme vivo, pues no me puedo defender. Erec responde: —Ya que me suplicas, quiero que digas que has sido vencido y conquistado absolutamente. Luego, nada te requeriré si te has puesto en mi poder. Y éste vacila en decirlo. Cuando Erec lo ve vacilar, le ataca para inquietarle más. Le ataca con la espada desenvainada y éste, que se atemorizó, dijo: —¡Merced! señor, me habéis vencido, pues de otro modo no puede ser. —No os iréis libre de aquí, si antes no me decís quién sois y vuestro nombre y yo a mi vez diré el mío. —Señor —contestó él—, decís muy bien. Soy rey de esta tierra, mis hombres ligios son irlandeses y no hay nadie aquí que no me deba censo. Me llamo Guivrete el Pequeño, soy muy rico y poderoso, de modo que en esta tierra no hay noble de cualquier sangre que lindando conmigo salga de mi poder y no haga todo lo que me complace. No tengo vecino que no me tema, aunque se haga el orgulloso y fiero. Me gustaría mucho ser vuestro familiar y vuestro amigo de ahora en adelante. A esto contesta Erec: —Me envanezco de ser un hombre gentil. Me llamo Erec, hijo del rey Lac. Mi padre es rey de Estre-Gales y tiene ricas ciudades, bellas salas y resistentes castillos, más que ningún rey ni emperador, a excepción del rey Artús. A éste en verdad lo exceptúo, pues no hay nadie que pueda compararse con él. Cuando Guivrete lo oyó, mucho se maravilla y dice: —Señor, gran maravilla oigo. Nunca nada me ha alegrado tanto como conoceros. Podéis estar seguro de que mientras permanezcáis en mis tierras y en mis posesiones, no dejaré de honraros. En ningún momento dejaréis de ser mi señor por encima de mí. Ambos necesitamos un médico. Tengo cerca de aquí un refugio, hasta allí no hay ni siquiera seis o siete leguas. Quiero llevaros conmigo y haremos que curen nuestras heridas. Erec responde: —Al oír lo que decís reconozco vuestra buena intención. Con vuestra merced, no iré, pero os ruego solamente que si tuviera alguna necesidad y la noticia llegara a vos de que tengo menester de ayuda, que no me olvidéis. —Señor —contestó él—, os juro que mientras viva no tendréis menester de mi socorro, sin que yo o cualquiera a quien pueda enviar, no acuda de inmediato. —Nada más os quiero pedir —dijo Erec—, mucho me habéis prometido. Sois mi señor y mi amigo, si obráis tal como decís. Los dos se besan y se abrazan. Nunca después de tan dura batalla, hubo tan dulce separación pues por amor y por franqueza, cada uno cortó largas y anchas bandas de las faldas de sus camisas para vendarse las heridas. Cuando se han vendado, se encomiendan a Dios. De este modo se separan. Solo se marcha Guivrete. Erec regresa a su camino y gran menester habría tenido de ungüento para medicar sus heridas. No dejaron de caminar hasta que llegaron a una llanura junto a un alto bosque lleno de ciervos, de corzos y de gamos, de cabras y de bestias y demás animales salvajes. Encuentro con el rey Artús El rey Artús, la reina y los mejores de sus nobles habían ido allí aquel día. El rey quería quedarse en el bosque tres o cuatro días para disfrutar y distraerse. Ordenó traer tiendas y pabellones. En la tienda del rey entró mi señor Galván que estaba muy cansado, pues había cabalgado bastante. Ante su tienda había un carpe de cuya rama colgaba por la correa un escudo con sus armas y su lanza de fresno y allí estaba atado su caballo Gringalet con la silla puesta y embridada. El caballo estuvo tanto tiempo allí que el senescal Keu se dirigió hacia él. Fue allí con gran prisa; por gastar una broma, cogió el caballo y montó encima. Nadie le dijo nada. Después cogió el escudo y la lanza que estaban en el árbol. Keu se fue galopando con el caballo por un valle y por ventura se encontró con Erec. Erec reconoció al senescal, las armas y el caballo. Pero Keu no le reconoció, pues en sus armas no aparecía ninguna señal que lo permitiera: había recibido tantos golpes de espada y lanza en su escudo, que se le había caído toda la pintura. Y la dama por disimulo, pues no quería que la conociera ni viera, se tapó la cara con el velo como si lo hiciera por el calor o por el polvo. Keu se adelantó rápidamente y cogió el caballo de Erec por las bridas sin saludar. Antes de dejar que se moviera, le preguntó con orgullo: —Caballero, quiero saber quién sois y de dónde venís. —Cometéis una locura al retenerme —respondió Erec. Hoy no lo sabréis. Y éste le contesta: —No os enojéis, pues lo pregunto por vuestro bien. Veo y sé con certeza que estáis herido y magullado. Aceptad mi hospedaje por esta noche. Si queréis venir conmigo, os haré estimar mucho, honrar y complacer, pues necesitáis reposar. El rey Artús y la reina están en el bosque cerca de aquí alojados en tiendas. Con buena fe os ofrezco que vengáis conmigo a ver a la reina y al rey, que tendrán gran honor. Erec responde: —Decís bien, no iré por nada. No sabéis mis necesidades, tengo que ir todavía muy lejos. Dejadme ir, pues ya me demoro demasiado, aún queda mucho día. Keu le contesta: —Gran locura decís, al rechazar venir conmigo. Espero que os arrepintáis, pues pienso que vendréis los dos, vos y vuestra mujer, del mismo modo que con gusto o a la fuerza va el cura al sínodo. Esta noche seréis mejor servidos. Venid en seguida, pues así os lo pido. Mucho despecho tuvo Erec por esto. —Vasallo —dijo—, cometéis locura al quererme arrastrar por la fuerza. Me habéis sorprendido sin desafiarme. Digo que habéis procedido mal, pues pensaba estar seguro y no me he guardado de vos. Entonces empuña la espada y dice: —Vasallo, ¡soltad mi freno!, ¡marchaos! Os tengo por muy orgulloso y presuntuoso. Si me arrastráis detrás de vos, os heriré, bien lo sabéis. ¡Dejadme ir! Y éste le deja. Se aleja del campo más de un arpende, luego vuelve y le desafía como un hombre lleno de traición. Se lanzan uno contra otro, pero Erec se comporta noblemente, porque aquél va desarmado. Coloca la punta de la lanza detrás y la contera delante. Sin embargo, le da tal golpe en lo ancho del escudo que le hace golpearse en la sien y le oprime el brazo contra el pecho. Lo derriba al suelo cuan largo era. Luego va hacia su caballo destrero y se lo coge. Se lo entrega a Enid por el freno. Se lo quiere llevar, pero aquel que mucho sabía de adulación, le ruega que por franqueza se lo devuelva. Le alaba y adula muy bien. —Vasallo —le dijo—, si Dios me protege, nada me pertenece de este caballo destrero, sino que es del caballero en el que abunda la mayor proeza del mundo. Es de mi señor Galván el atrevido. Por eso os digo de su parte que le enviéis el caballo, por lo cual seréis honrado. Os comportaréis como noble y prudente, y yo seré vuestro mensajero. Erec responde: —Vasallo, tomad el caballo y devolvédselo. Si es de mi señor Galván, no es justo que me lo lleve. Keu coge el caballo y monta. Acude a la tienda del rey y le cuenta la verdad, nada le oculta. Y el rey llamó a Galván. —Buen sobrino Galván —le dice el rey—, si alguna vez fuisteis noble y cortés, id rápidamente, preguntadle con amabilidad quién es y qué hace y si lo podéis convencer de tal modo que os lo podáis traer con vos, procurad hacerlo. Galván monta en su caballo y detrás de él le siguen dos vasallos. Ya se han reunido con Erec, pero no le conocen. Galván le saluda y Erec a él. Ambos se han saludado. Después mi señor Galván, que estaba lleno de gran nobleza, le dice: —Señor, a vos me envía por este camino el rey Artús. La reina y el rey os saludan y os ruegan y ordenan que vayáis a acompañarles en sus distracciones. Os quieren ayudar, no intentan haceros ningún daño y no están muy lejos de aquí. Erec le contesta: —Mucho se lo agradezco al rey y a la reina y a vos que sois, según me parece, de buenas maneras y bien enseñado. No me encuentro nada bien, pues estoy herido en todo el cuerpo y no obstante, no dejaré mi camino para recibir albergue. No os conviene esperar más. Con vuestra merced, ya podéis regresar. Galván era muy sensato. Retrocede y ordena a uno de sus criados al oído, que vaya en seguida a decir al rey que lo disponga todo para que desmonten las tiendas y las levanten en medio del camino delante de ellos a tres o cuatro leguas. Allí tendría que pasar la noche el rey, si quería conocer y hospedar al mejor caballero que en verdad nunca hubiera visto, pues éste por nada quería abandonar su camino para hospedarse. Aquél se va, transmite su mensaje. El rey hizo desmontar sin tardanza las tiendas. Las desmontan. Cargan las acémilas y se van. El rey montó su caballo, la reina montó después sobre su blanco palafrén noruego. Mi señor Galván no deja de entretener a Erec y éste le dice: —Mucho más me hice ayer de lo que haré hoy. Señor, me estáis enojando. Dejadme ir, mucho me entorpecéis la jornada. Y mi señor Galván le responde: —Quiero marchar un rato junto a vos, no os enojéis. Aún queda mucho trecho hasta la noche. Tanto han estado hablando que se montaron todas las tiendas delante de ellos y Erec las vio. Hospedado estaba, bien se dio cuenta. —¡Ay! —dijo— ¡ay, Galván! Me ha sorprendido vuestra gran amabilidad. Con ella me habéis retenido. Ya que ha ocurrido así, os diré ahora mi nombre, de nada me servirá ya intentar ocultarlo. Soy Erec, el que antaño fue vuestro compañero y amigo. Al oír esto, Galván va a abrazarle. Le levantó el yelmo y le desenlazó la ventana. Le abraza de alegría y Erec a él. En esto, Galván se separa de él y dice: —Señor, muy bella será esta noticia para el rey. Mucho se alegrarán mi dama y mi señor, y se lo iré a decir antes que nada. Pero ahora quiero abrazar, saludar y recibir a mi señora Enid, vuestra mujer. Mi señora la reina tendrá grandes deseos de verla, aún ayer la oí hablar de ello. Entonces Galván se dirige hacia Enid y le pregunta qué hace, si está bien y en buen estado de salud. Ella le responde como bien enseñada: —Señor, no tendría ningún mal ni dolor, si no temiera mucho por mi señor, pero me inquieta que no tenga ningún miembro sin heridas. Galván responde: —Mucho me pesa. Se nota en su rostro que está pálido y sin color. Habría llorado mucho al verlo tan pálido y oscurecido, pero la alegría apaga el dolor, pues tal alegría tuve por él que no me acordé de ningún dolor. Ahora venid a paso lento. Yo iré delante a toda prisa a decir a la reina y al rey que venís detrás de mí. Sé que ambos tendrán gran alegría, cuando lo sepan. Entonces se va y llega a la tienda del rey. —Señor —dijo—, mostrad gran alegría, vos y mi señora, pues aquí viene Erec con su mujer. El rey saltó en pie de alegría. —Ciertamente —exclamó—, estoy muy contento. No puedo oír ninguna noticia que me regocije tanto. En esto sale el rey de su tienda. Muy cerca encuentra a Erec. Cuando Erec ve venir al rey, desmonta, y Enid permanece en pie. El rey los abraza y saluda, y la reina les besa dulcemente y también los abraza. No hay nadie que no muestre alegría. Allí mismo le quitan las armas, y cuando hubieron visto sus heridas, su alegría se vuelve tristeza, la del rey y la de todo su imperio. Luego hace que traigan un ungüento que había hecho Morgana su hermana, se lo había dado a Artús, y tenía tal virtud, que la herida que con él se untara, ya fuera en nervio o articulación, sanaba completamente en una semana, siempre que se pusiera ungüento una vez al día. Trajeron el ungüento al rey y mucho le reconfortó a Erec. Después de lavarle las heridas, pusieron el ungüento encima, y las vendaron, y luego, el rey se lo lleva a él y a Enid, y los conduce a su cámara y dice que por su amor quiere que permanezcan en el bosque quince días completos hasta que todo esté curado y haya sanado. Erec se lo agradece y dice: —Señor, no tengo ninguna herida que me duela tanto como para abandonar mi camino. Nadie podría retenerme. Mañana, sin más tardar, quisiera irme temprano, en cuanto vea amanecer. El rey ha levantado la cabeza y dice: —Es una gran desgracia que no queráis permanecer aquí. Sé bien que os doléis mucho. Quedaos, os comportaríais sensatamente, pues será una gran pena si morís en este bosque. Buen dulce amigo, permaneced aquí hasta que os hayáis repuesto. Erec responde: —Ya es suficiente. He emprendido esto y no me quedaré aquí de ningún modo. [El rey oye que de ninguna forma se va a quedar a pesar de sus ruegos y entonces deja de insistirle y ordena que preparen de inmediato la cena y que pongan las mesas. Los servidores se ocupan de ello.] Era un sábado por la noche; comieron pescado y fruta, lucio y perca, salmón y trucha, y luego, peras crudas y cocidas. Después de cenar, apenas se demoran. Ordenan retirar los manteles. El rey tenía a Erec en gran estima. Le hizo acostar solo en un lecho, no quiso que nadie se acostara con él para no tocar sus heridas. Aquella noche estuvo bien hospedado. En una cámara vecina, Enid y la reina durmieron con gran paz sobre una colcha de armiño hasta que amaneció. Al día siguiente, tan pronto como se hace de día, Erec se levanta y prepara. Ordena ensillar sus caballos y hace que le traigan las armas. Los criados corren y se las traen. Todavía el rey y todos los caballeros le ruegan que se quede, pero sobran los ruegos, pues por nada quiere permanecer allí. Entonces los veríais llorar y hacer duelo tan grande como si ya lo viesen muerto. Erec se arma, Enid se levanta. Todos sienten gran tristeza por la separación, pues piensan que no los volverán a ver nunca más. Poco después salen de las tiendas, y hacen ir por sus caballos para acompañarles y escoltarlos. Erec les dice: —No os pese, pero no daréis un paso a mi lado. Os lo agradezco, pero permaneced aquí. Le trajeron los caballos y monta sin demorarse. Ha cogido el escudo y la lanza. Encomienda a todos a Dios y ellos a él; Enid monta y se van. Aventura de los dos gigantes felones Han entrado en un bosque. No dejaron de cabalgar hasta la hora de prima. Caminaron tanto por el bosque que de lejos oyeron gritar a una doncella que necesitaba auxilio. Erec ha oído el grito. Cuando lo oyó, comprendió que la voz era de dolor y que tenía necesidad de socorro. En seguida llama a Enid. —Señora —dijo—, una doncella va gritando por este bosque. Creo que necesita ayuda y socorro. Voy a dirigirme hacia allí a la carrera y sabré qué necesita. Desmontad y yo iré allí; mientras tanto, esperadme aquí. —Señor —contestó ella—, de buen grado. La deja sola y se va hasta que encontró a la doncella que iba gritando por el bosque porque dos gigantes habían apresado a su amigo y se lo llevaban tratándolo con villanía. La doncella iba arrastrándose y desgarrándose toda la ropa y su tierna cara roja. Erec la ve, se maravilla y le ruega que le diga por qué llora y grita. La doncella llora y suspira y le responde entre sollozos: —Señor, no es extraño que haga duelo, pues si pudiera, estaría muerta. Ni amo ni aprecio mi vida, pues a mi amigo lo han apresado dos gigantes felones y crueles que son sus enemigos mortales. ¡Dios! ¿qué puedo hacer, desgraciada, desdichada, por el mejor caballero que existe, el más noble y más gentil? Ahora está Erec en gran peligro. Con gran injusticia le harán morir de una muerte muy villana. —Noble caballero, por Dios te ruego que socorras a mi amigo si lo puedes socorrer. No tendrás que correr muy lejos, pues todavía están muy cerca de aquí. —Doncella, iré tras ellos —dijo Erec—, ya que me lo rogáis, y tened completa seguridad de que haré todo lo que esté en mi poder: o seré apresado con él, u os lo devolveré en libertad. Si los gigantes le dejan vivir hasta que yo los pueda encontrar, bien pienso medirme con ellos. —Noble caballero —dijo la doncella—, seré para siempre vuestra sierva, si me devolvéis a mi amigo. A Dios seáis encomendado. Apresuraos, os lo ruego. —¿Hacia qué parte se dirigen? —Señor, hacia allí, hacia el camino y el cercado. Entonces Erec se lanza al galope y le dice que le espere allí. La doncella le encomienda a Dios y ruega a Dios muy dulcemente que le dé fuerzas con su poder para vencer a los que odian a su amigo. Erec sigue sus huellas, persigue espoleando a los gigantes. Tanto los persigue, que los ve antes de que hayan salido del bosque. Ve al caballero que iba a cuerpo, descalzo y desnudo sobre un rocín, con las manos y los pies atados como si fuera un ladrón. Los gigantes no tenían lanzas, ni escudos, ni afiladas espadas, ni picas; sólo llevaban mazas, envueltas ambas con correas. Le habían golpeado y herido tanto, que le habían desgarrado la carne de la espalda hasta los huesos; por los costados y los lados le corría la sangre hacia abajo, de tal modo que el rocín estaba lleno de sangre hasta debajo del vientre. Y Erec llegó detrás, completamente solo, muy dolido y angustiado por el caballero tratado con tal despecho. Los espera entre dos bosques, en una landa, y les pregunta: —Señores, ¿por qué crimen ultrajáis así a este hombre, al que lleváis como a un ladrón? Lo tratáis con mucha crueldad, lo lleváis como si hubiera sido cogido robando. Gran deshonor es despojar de sus ropas a un caballero y luego atarlo y golpearlo con tanta villanía. Entregádmelo, os lo pido por franqueza y por cortesía, no os lo pido por la fuerza. —Vasallo —dijeron ellos—, ¿qué os importa? Os habréis vuelto loco, pues nadie os ha pedido nada. Si os pesa, socorredle. Erec responde: —En verdad me pesa. No os lo llevaréis hoy sin pelea. Concededle la libertad por mí y que lo tenga quien pueda. Avanzad, os desafío. No me lo llevaré de aquí antes de que haya habido golpes. —Vasallo —dijeron ellos—, estáis loco al querer combatir con nosotros. Aunque fueseis como cuatro, no tendríais más fuerza contra nosotros que la de un cordero entre dos lobos. —No sé qué ocurrirá —responde Erec. Si el cielo cae y la tierra se hunde, se cogerán muchas alondras. Poco vale quien mucho se alaba. Poneos en guardia, pues os lo requiero. Los gigantes eran fuertes y fieros, y mantuvieron en sus manos apretadas las mazas grandes y cuadradas. Erec se dirige hacia ellos con la lanza sobre el fieltro del arzón. No teme ni a uno ni a otro a pesar de las amenazas y del orgullo. Hiere al primero en el ojo y le atraviesa el cerebro, de tal forma que la sangre y el cerebro le saltan por el otro lado de la nuca. Y éste cae muerto, le falla el corazón. Cuando el otro lo vio muerto, no dudó un momento. Le va a vengar con rabia. Levantó la maza con ambas manos y piensa herirle con un golpe recto en medio de la cabeza sin que se cubra. Pero Erec vio el golpe y lo recibió sobre su escudo. No obstante, el gigante le dio tal golpe que lo aturdió y por poco no le hizo caer al suelo bajo el caballo destrero. Erec se cubre con el escudo y el gigante vuelve a golpear y piensa hacerlo de nuevo en medio de la cabeza, sin que éste pueda cubrirse. Pero Erec ha desenvainado la espada, le ataca de tal modo que el gigante quedó malparado. Le golpea en medio del cogote y lo hiende hasta el arzón. Las entrañas se esparcen por el suelo y el cuerpo cayó cuan largo era y se partió en dos mitades. El caballero llora de alegría y llama y reza a Dios que le ha enviado socorro. Mientras tanto, Erec lo desata, hace que se vista y se arregle, y que monte sobre uno de los caballos. Le hace llevar el otro a la diestra. Le pregunta cómo se encuentra. Y éste le dice: —Noble caballero, eres por justicia mi señor. Quiero hacer de ti mi señor y lo debo hacer porque me has salvado la vida. El alma habría salido de mi cuerpo con grandes tormentos y martirios. ¿Qué aventura, buen dulce señor, te ha enviado hasta mí por Dios, que me has liberado de las manos de mis enemigos por tu nobleza? Señor, quiero rendirte homenaje. Iré para siempre con vos y os serviré como a mi señor. Erec ve su intención de servirle a su voluntad si puede de alguna forma y le dice: —Amigo, no quiero tener de vos vuestro servicio, pero debéis saber que he venido aquí por vuestra amiga, a la que con gran dolor he encontrado en este bosque. Se queja y lamenta por vos, y mucho le duele el corazón. Quiero devolveros a ella como un regalo. Así que os reuniré con ella y luego seguiré solo mi camino, pues de ningún modo vendréis conmigo. No deseo vuestra compañía, pero quiero saber vuestro nombre. —Señor —le respondió—, como gustéis. Si queréis saber mi nombre no os debe ser ocultado. [Me llamo Cadoc de Tabriol. Sabed que así se me llama. Pero ya que tengo que separarme de vos, querría saber, si fuera posible, quién sois y de qué tierra, dónde os podré encontrar o buscar cuando me vaya de aquí. —Amigo, no os diré eso —contesta Erec— no sigas hablando], pero si queréis honrarme, acudid sin tardanza junto a mi señor, el rey Artús, que está cazando con gran poder en este bosque y creo que hasta allí no hay siquiera cinco leguas. Id pronto y decidle que a él os envía y presenta aquél a quien ayer tarde volvió a ver con gran alegría en su tienda y al que hospedó, y cuidad de no ocultarle de qué pena os he sacado a vos y a vuestra amiga. Muy amado soy en la corte. Si os presentáis de mi parte, me serviréis y honraréis. Allí preguntaréis quién soy, pues de otro modo no lo podréis saber. —Señor —dijo Cadoc—, en seguida cumpliré vuestro mandato. Aunque fuerais muy temido, iría muy gustosamente allí. Muy bien le contaré al rey la verdad de la batalla, tal como la habéis hecho por mí. Así hablan mientras siguen el camino hasta llegar junto a la doncella, allí donde Erec la había dejado. La doncella se alegró mucho, al volver a ver a su amigo, a quien no pensaba ver nunca más. Erec se lo entrega de la mano y dice: —No os doláis más, doncella, ved aquí alegre y gozoso a vuestro amigo. Ella responde con gran saber: —Señor, bien nos habéis conquistado a él y a mí; ambos debemos ser vuestros para serviros y honraros. ¿Pero quién podría recompensaros ni la mitad de este servicio? Erec responde: —Mi dulce amiga, no os pido ninguna recompensa. Os encomiendo a Dios a los dos, pues pienso que ya me he demorado demasiado. Luego da media vuelta y se va lo más rápidamente que puede. Por su parte, Cadoc de Tabriol y su doncella se ponen en marcha. Les han contado la noticia al rey Artús y a la reina. Duelo de Enid y aventura en la corte del conde Limors Erec no deja de cabalgar durante todo el camino a galope tendido hasta donde le esperaba Enid, pues tuvo gran inquietud, por si ella pensaba que la había abandonado del todo. Y mucho temía que alguien la hubiera convencido y se la hubiera llevado. Así, mucho se apresura en regresar. Pero hacía tanto calor aquel día y las armas le pesaban tanto, que sus heridas se abrieron y se rompieron todas las vendas. Sus heridas no dejaron de sangrar hasta que llegó al lugar donde Enid le esperaba. Ésta le vio y tuvo gran alegría, pero no vio ni supo el dolor que le aquejaba, pues todo su cuerpo estaba bañado en sangre y el corazón le iba a fallar. Cuando estaba descendiendo una colina, cayó de golpe sobre el cuello del caballo. Al intentar enderezarse, vació la silla y los arzones y cayó desmayado como si estuviera muerto. Cuando Enid lo vio caído, comenzó un duelo muy grande. Mucho le pesa al verlo y corre hacia él sin ocultar su dolor. Grita muy alto y retuerce sus manos. No queda ropa sobre el pecho que no desgarre. Empieza a arrancarse los cabellos y a arañar su tierna cara. —¡Ay, Dios! —exclama. Buen dulce señor, ¿por qué me dejas vivir tanto? Muerte, apresúrate en matarme. Con estas palabras se desmaya sobre el cuerpo. Al volver en sí, se vitupera: —¡Ay!, doliente Enid, soy la homicida de mi señor. Lo he matado con mi locura. Aún estaría vivo mi señor si yo, como ultrajante y loca, no hubiera dicho las palabras por las que mi señor se puso en marcha. El buen callar no perjudicó nunca a nadie, mis palabras han hecho daño muchas veces. En muchas ocasiones lo he comprobado y se me ha demostrado. Se sienta ante su señor y pone sobre sus rodillas la cabeza. Su duelo comienza de nuevo: —¡Ay!, señor, ¡maldita fuera la hora! Ninguno se te podía comparar pues Belleza se contemplaba en ti, Valor se ejercitaba, Sabiduría te había dado su corazón, Generosidad te había coronado; sin ellas nadie vale gran cosa. Pero qué he dicho, soy despreciable por haber pronunciado la palabra por la que ha recibido la muerte mi señor, la mortal palabra envenenada que se me debe reprochar: reconozco y admito que nadie, sino yo, tiene la culpa; yo sola debo ser afrentada. Entonces vuelve a caer a tierra, desmayada y cuando se incorpora, exclama más y más: —¡Dios! ¿Qué voy a hacer? ¿Por qué vivo tanto tiempo? La muerte que tarda, ¿a qué espera para tomarme sin ninguna demora? Mucho me desprecia la muerte que no se digna en matarme; yo misma tomaré venganza de mi mala acción: así moriré a pesar de la muerte que no quiere ayudarme. Si no puedo morir deseándolo y de nada me vale lamentarme, la espada que mi señor lleva ceñida debe vengar su muerte, como es razonable; ya nunca más estaré en peligro, ni seré codiciada ni deseada. Ha desenvainado la espada, comienza a contemplarla; Dios, lleno de misericordia, hizo que se entretuviera un poco. Mientras que recuerda su dolor y desgracia, llega al galope un conde, con gran compañía de caballeros, que desde muy lejos había oído a la dama gritando a voces. Dios no quiso olvidarla, pues al punto se hubiera dado muerte si aquéllos no la hubieran sorprendido: le han quitado la espada y la han vuelto a envainar; después descabalgó el conde y comenzó a preguntarle por el caballero, que le diga si ella era su mujer o amiga. —Ambas cosas —le contesta—, señor; tengo tal aflicción que no sé qué deciros, pero siento no estar muerta. Y el conde la reconforta mucho: —Señora —le dice—, por Dios os ruego que tengáis compasión de vos misma; hay motivos para que la tengáis; no desmayéis por nada, pues aún podéis alcanzar gran valer. No decaigáis; reconfortaos, eso tendrá sentido; con el tiempo Dios os dará alegría. Vuestra belleza, que es tan pura, os depara buen porvenir, yo os tomaré por mujer, de vos haré condesa y dama: eso os debe reconfortar mucho. Haré que se lleven el cuerpo y que lo entierren con gran honor. Abandonad la aflicción que, enloquecida, mantenéis. Ella le responde: —Señor, ¡huid!; dejadme estar, por la gracia de Dios; aquí no podéis conseguir nada; nada que se pueda decir o hacer me devolvería el gozo. Entonces se retira el conde y dice: —Hagamos pronto unas parihuelas, sobre las que portaremos el cuerpo; y junto con la dama nos lo llevaremos al castillo de Limors; allí será enterrado el cuerpo, después me casaré con la dama, aunque le pese, pues nunca vi una tan bella, ni deseé tanto a ninguna otra: muy alegre estoy de haberla encontrado. Hagamos de inmediato y sin tardar unas parihuelas para que las lleven los caballos; que no nos aflija ni nos dé pereza. Desenvainan las espadas; cortan dos ramas y les colocan palos atravesados; encima han puesto a Erec, boca abajo, y han enganchado dos caballos. A su lado cabalga Enid, que no termina de mostrar su aflicción; con frecuencia se desmaya y cae frecuentemente; los caballeros que la llevaban, la sujetaban con los brazos. La sostienen y reconfortan; a Limors han llevado el cuerpo, al palacio del conde. Tras ellos sube todo el pueblo, damas, caballeros y burgueses; en medio de la gran sala, sobre una mesa, han colocado y extendido el cuerpo, junto a él, la lanza y el escudo. Se llena la sala, grande es el tumulto; todos se precipitan a preguntar qué duelo es aquél, y qué maravilla. Mientras tanto, el conde se aconseja en secreto con sus nobles: —Señores —les dice—, rápidamente quiero recibir a esta dama; nos damos cuenta por lo hermosa y discreta que es, que pertenece a un linaje muy gentil; su belleza y su generosidad muestran que le sentaría bien el honor de un reino o de un imperio. Por ella no iré a peor, antes bien creo que mejoraré mucho de situación. Llamad a mi capellán e id a buscar a la dama; la mitad de mi tierra la daré como dote, si quiere hacer mi voluntad. Entonces han llamado al capellán, tal como encargó el conde y le han traído a la dama; a la fuerza se la entregan, pues ella lo rechaza; a pesar de todo la esposó el conde porque así le plugo; cuando la hubo esposado, el condestable hizo que pusieran las mesas en el gran salón, y que prepararan la comida, pues ya era hora de cenar. Era un día de mayo después de vísperas, Enid estaba muy afligida. Su duelo no cesaba y el conde le pedía, con ruegos y amenazas, que se apaciguara y se alegrara; han hecho que se siente en una silla, contra su voluntad. Lo quisiera o no, la han sentado y la han puesto ante la mesa. Al otro lado se ha sentado el conde, que a punto está de encolerizarse ya que no puede reconfortarla: —Señora —le dice— debéis dejar y olvidar esa aflicción: podéis confiar en mí para obtener honor y riqueza. Tened por cierto que ningún muerto resucita por lamentos, nadie vio que sucediera jamás tal cosa. Acordaos que de gran pobreza habéis subido a gran riqueza: erais pobre, ahora sois rica; ¿no ha sido generosa Fortuna con vos al concederos la honra de que seáis llamada condesa? Es cierto que ha muerto vuestro señor; de que tengáis pena y tristeza, ¿creéis que me maravillo? No. Pero os aconsejo lo mejor que sé: al haberos esposado yo, muy contenta debíais estar; guardaos de irritarme: comed cuanto os ofrezco. —Señor —le responde ella—, ni me preocupa. Señor, tanto como viva no comeré ni beberé, si no veo comer antes a mi señor, que yace sobre esa mesa. —Señora, eso no puede suceder. Por loca os han de tener, pues tales locuras decís; grandes males os habréis merecido si hacéis que me encolerice. Aquélla no le responde una palabra, pues en nada preciaba su amenaza. El conde la golpea en la cara; ella grita y los nobles de alrededor censuran al conde: —¡Parad!, señor —le dicen al conde. Os debía dar vergüenza haber golpeado a esa dama porque no comía: habéis cometido una gran villanía. Si está entristecida por su señor, al que ve muerto, nadie debe decir que carece de razón. —¡Callaos todos! —exclama el conde— la dama es mía y yo soy suyo y haré de ella lo que me plazca. Entonces ella no puede callarse y jura que no será suya; el conde levanta la mano y vuelve a golpearla; ella exclama en voz alta: —¡Ay!, poco me importa lo que digas o hagas: no temo tus golpes ni tus amenazas. Pégame bastante, golpéame bastante; no te encontraré suficientemente fiero como para hacer por ti más o menos aunque me sacaras con tus propias manos los ojos o me despedazaras viva. En estos dichos y discusiones, volvió Erec del desmayo, como quien se despierta. No debe sorprender que se admirara de las gentes que vio a su alrededor; pero siente gran dolor y gran enojo al oír la voz de su mujer. Bajó de la mesa al suelo y rápidamente desenvaina la espada; cólera le da atrevimiento, y el amor que le tenía a su mujer. Corre hacia donde la ve y golpea en medio de la cabeza al conde, de forma que le abre el cráneo y le parte la frente, sin haberlo desafiado, sin palabras; la sangre y los sesos han volado. Los caballeros se levantan de las mesas; piensan todos que es diablo que se ha metido allí, entre ellos. No se queda ninguno, joven o viejo, pues gran miedo tuvieron todos; unos ante otros han huido como pueden, muy lejos; pronto dejaron vacío el gran salón, a la vez que gritaban, tanto débiles como fuertes: —¡Huid, huid! ¡He aquí al muerto! Mucho tumulto hay a la salida, cada cual se ocupa de huir pronto: unos a otros se empujan y derriban; el que estaba al final de todos, quisiera estar el primero, delante; así escapan huyendo, sin que uno ose esperar al otro. Erec corrió a tomar el escudo, con la correa se lo cuelga al cuello; Enid coge la lanza y marchan por medio del patio. No hay nadie tan atrevido que se lo impida, pues no pensaban que fuera hombre el que les había hecho huir, sino diablo o demonio que se hubiera metido en su cuerpo. Todos escapan; Erec los persigue. Había un muchacho en medio del lugar que llevaba su caballo a abrevar, con freno y silla. Fue buena suerte: Erec se lanza hacia el caballo y el muchacho lo abandona al punto, pues tuvo gran miedo. Erec monta entre los arzones y después Enid se sujeta al estribo y salta sobre el cuello del animal, tal como le ordenó y le dijo Erec, que hizo que montara. A los dos los lleva el caballo; se encuentran la puerta abierta y marchan sin que nadie les detenga. En el castillo había gran desolación porque el conde había muerto; pero no hubo nadie, por muy importante que fuera, que los persiguiera para vengarlo. Murió el conde en la comida. Y Erec, que lleva a su mujer, la abraza y la besa y la reconforta; entre los brazos la aprieta contra el corazón y dice: —Mi dulce hermana, mucho os he puesto a prueba. No os aflijáis más, pues ahora os amo más que antes y vuelvo a estar seguro de vuestro amor y estoy convencido de que me amáis sin defecto. A partir de ahora, quiero estar como antes, siempre a vuestro servicio; y si en algo me mentisteis, os lo perdono y absuelvo de vuestras palabras o hechos. Entonces la vuelve a besar y a abrazar. Ahora no está a disgusto Enid, pues su señor la abraza y besa y le confirma su amor. Rápido cabalgan durante la noche y les resulta dulce, pues clara brillaba la luna. Reencuentro con Guivrete Pronto se ha extendido la noticia, no hay nada tan veloz. La noticia ha llegado a Guivrete, a quien se le contó que un caballero había muerto, herido por arma, y que había sido hallado en el bosque, y que con él había una dama tan hermosa que sus ojos parecían chispas y que mostraba un dolor digno de admiración. A ambos los había encontrado el orgulloso [Oringles] conde de Limors, que había hecho transportar el cuerpo y deseaba esposar a la dama; pero ella se oponía. Cuando Guivrete oyó la noticia, no se alegró en absoluto, pues de inmediato se acordó de Erec; en el corazón y en el pensamiento se le metió el ir en busca de la dama y que enterraran el cuerpo con gran honor, si podía ser. Reunió mil servidores y caballeros para tomar el castillo; si el conde no les quería entregar de buen grado el cuerpo y la dama, lo darían todo al fuego y a las llamas. A la luz de la luna, que clara brillaba, conducía a sus gentes hacia Limors, con los yelmos enlazados, las lorigas vestidas y los escudos colgados del cuello; todos iban armados. Cerca era ya de la medianoche cuando Erec los vio; piensa haber sido traicionado y se da por muerto o por prisionero, sin salvación. Ha hecho descabalgar a Enid junto a un seto; no debe extrañar si se aflige: —Quedaos aquí, señora —le dice—, en este ribazo, hasta que pasen esas gentes: temo que nos vean, pues no sé quiénes son, ni qué buscan. No podemos tener ninguna esperanza en ellos, pero no veo ningún lugar donde nos podríamos esconder si quisieran perjudicarnos en algo. No sé si recibiré algún mal: por miedo no dejaré de ir a su encuentro y si alguno me ataca, no se quedará sin justar. Estoy muy afligido y cansado; no debe extrañar si siento dolor. Voy a marchar derecho a su encuentro; quedaos aquí en silencio hasta que se hayan alejado y procurad que no os vea ninguno de ellos. En tanto, he aquí que Guivrete baja la lanza, pues a lo lejos lo había visto; no se han reconocido porque la sombra de una oscura nube ha ocultado a la luna. Erec estaba débil y agotado, apenas se había repuesto de sus heridas y golpes. Con demasiada fuerza golpeará ahora a Erec si no se da a conocer de inmediato. Junto al seto se pone y Guivrete espolea contra él; no le dice nada y Erec nada le responde; quería hacer más de lo que puede; debería retirarse o descansar. Uno contra otro justan; pero la justa no fue pareja, pues uno era débil y el otro fuerte. Guivrete le golpea con tal fuerza que por encima de la grupa del caballo lo derriba al suelo, cuesta abajo. Enid, que estaba de pie, cuando ve a su señor en el suelo, piensa estar muerta y en mala situación: ha salido fuera del seto y corre a ayudar a su señor. Corre contra Guivrete, le sujeta la rienda y le dice: —Caballero, maldito seas, pues has atacado con tan poca razón que no puedes decir por qué lo has hecho, a un hombre que iba solo y sin fuerza, enfermo y casi herido de muerte. Si hubieras estado solo tú, sin ayuda, al atacarle no estaríais más sano que mi señor. Sé ahora franco y noble y deja estar —por tu generosidad— esta batalla que has emprendido; poco aumentará tu mérito si matas o haces prisionero a un caballero que no se puede levantar, como podéis ver, pues ha recibido tantos golpes de armas que está lleno de heridas. Él le responde: —Señora, no temáis. Veo bien que amáis lealmente a vuestro señor y os lo alabo; no os preocupéis mucho ni poco por mí o por mi compañía. Decidme, no me lo ocultéis, cómo se llama vuestro señor, pues a partir de ahora sólo os beneficiará; quienquiera que sea, si me lo decís, luego podrá irse libre y a salvo; no debéis temer ni vos, ni él, que ambos estáis a salvo. Cuando Enid oye las garantías, le responde brevemente con unas palabras: —Se llama Erec, no debo mentir, pues os veo noble y de buen aire. Guivrete descabalga, muy contento, y cae a los pies de Erec, allí donde yacía: —Señor, os iba a buscar —dice— derecho a Limors, pues pensaba encontraros muerto. Como cierto me habían dicho y contado que el conde Oringles había llevado a \ Limors a un caballero muerto por las armas y que quería esposar a una dama que había encontrado con él, pero que ella no le hizo caso. Yo iba con prisa a ayudarle y a liberarla y, si el conde no me hubiera querido entregar a la dama y a vos sin discusión, en poco me tendría yo si le hubiera dejado un pie de tierra. Tened por seguro que si no os amara mucho, no me hubiera entrometido. Soy Guivrete, vuestro amigo, pero me he portado mal con vos porque no os reconocí, me debéis perdonar. A estas palabras se incorporó Erec hasta sentarse, que no pudo más y dice: —Amigo, quedad libre de esta mala acción, pues no me reconocisteis. Guivrete se levanta y Erec le cuenta cómo ha matado al conde cuando estaba sentado a la mesa, cómo ante un establo había recuperado a su caballo, cómo servidores y caballeros, huyendo, gritaban por todas partes: «¡Huid, huid!, ¡el muerto nos persigue!», cómo cayó en una trampa y cómo escapó. Después le dice Guivrete: —Señor, tengo un castillo cerca de aquí, que está muy bien y en hermoso lugar. Para que estéis a gusto y a vuestro placer, a él os llevaré mañana; os haremos curar las heridas: tengo dos hermanas, gentiles y simpáticas, que saben mucho de sanar heridas; os curarán bien y pronto. Esta noche haremos que se detenga nuestra hueste aquí, en medio de este campo, hasta mañana, pues creo que os irá bien un poco de reposo. Aconsejo que nos detengamos aquí. Erec le responde: —Estoy de acuerdo. Allí se quedaron y se detuvieron y no se preocuparon por el alojamiento, pues hallaron poca cosa y eran muchos; entre los matorrales se meten. Guivrete hizo montar su pabellón y ordena encender una antorcha para iluminar y que dé claridad; hace sacar cirios de los cofres y los encienden dentro de la tienda. Ya no sufre Enid, pues han tenido suerte. Desarma y desviste a su señor; le ha lavado las heridas, se las ha limpiado y vendado, pues no permitió que otro tocara. Erec no le puede reprochar nada, mucho la ha puesto a prueba: le tiene gran amor. Guivrete los acogió muy bien: con colchas bordadas que tenía mandó que hicieran una cama alta y larga, con bastante hierba y juncos; han acostado en ella a Erec y lo han tapado. Después han abierto un cofre y han sacado tres pasteles: —Amigo —le dice—, probad un poco de estos pasteles fríos; beberéis vino con agua; tengo siete barriles llenos de buen vino, pero puro no os sentaría bien, pues estáis herido y con llagas. Buen dulce amigo, intentad comer ahora, que os sentará bien; mi señora también comerá, vuestra mujer, que mucho ha padecido hoy por vos, pero bien os habéis vengado. Os habéis escapado, comed ahora, y yo comeré, bello amigo. Al lado de Guivrete se han sentado Erec y Enid, a la que le agradaba mucho todo cuanto hacía Guivrete; los dos le incitan a comer; le dan agua y vino para que beba, pues el vino puro era demasiado fuerte para él. Erec comió como enfermo y bebió poco, que no se atrevió a más; pero con mucho gusto descansó y durmió toda la noche, que nadie le molestó ni hicieron ruido. Se despertaron al amanecer; todos se preparan para montar y cabalgar. Erec quería mucho a su caballo, en ningún otro quería montar. A Enid le dan una mula, pues había perdido su palafrén; no sintió gran miedo ni le pasó por la mente; tenía una hermosa mula, tranquila, que la llevó cómodamente; le reconfortaba mucho el que Erec no se afligiera por nada y que el mismo Erec decía que se curaría bien. Antes de la hora de tercia llegaron a Pointure, fuerte castillo, bien asentado y hermoso. Allí estuvieron con las dos hermanas de Guivrete, pues era muy bello el lugar. Guivrete llevó a Erec a una habitación agradable, alejada del ruido, bien aireada; las dos hermanas, a las que les suplicó, se han esforzado mucho en sanarlo. Erec se confió a ellas, pues le tranquilizaban mucho. Primero le quitaron la carne muerta, después le pusieron ungüentos y vendas; han puesto gran atención en curarle y aquellas, que sabían mucho de sanar, le lavaban a menudo las heridas y volvían a ponerle ungüento. Cada día le hacían comer y beber cuatro veces o más, pero le evitaban el ajo y la pimienta; siempre, entrara o saliera quien fuera, siempre estaba delante Enid, que era la que más se preocupaba. Frecuentemente acudía Guivrete para preguntar y saber si necesitaba algo. Fue bien cuidado y bien servido, pues nunca le llevó con desagrado nada de lo que necesitaba, antes bien, lo llevaba alegre y contento. Las doncellas se ocuparon mucho de sanarlo: antes de los quince días no sentía ya ni daño ni dolor. Entonces, para que le volviera el color, empezaron a bañarlo: no tuvieron que enseñarles, pues bien sabían hacerlo. Cuando pudo ir y venir, Guivrete ordenó que le hicieran dos mantos, uno de armiño y el otro de veros, y dos telas distintas de seda: una era de seda persa y la otra de seda rayada que le ha enviado como presente, de Escocia, una prima suya. A Enid le dio el manto de armiño y la tela de seda persa, que valía mucho; a Erec, el manto de veros y de seda rayada que no valía menos. Ya estaba Erec fuerte y sano, de nuevo, ya estaba curado y repuesto; ya estaba Enid bastante alegre, [ya le vuelve su gran belleza, pues estaba muy pálida y con mal color, porque la gran tristeza le había perjudicado. Ya era abrazada y besada, ya tenía todos los bienes a su gusto, ya tenía gozo y deleite]. Juntos gozaron en una cama, se abrazan y besan: no hay nada que les agrade tanto. Han tenido tantos males y aflicciones —él por ella y ella por él— que ya han cumplido la penitencia. El uno busca cómo darle placer al otro: del resto, me debo callar. Ya han olvidado su dolor y han afirmado su gran amor, qué poco recuerdan los males. Ahora ya deben marchar, le han pedido permiso a Guivrete, del que se han hecho muy amigos, pues le sirvió y honró con todas las cosas que pudo. Erec le dijo al despedirse: —Señor, no puedo esperar más para ir a mi tierra; haced que preparen y aparejen todo lo necesario: al amanecer quiero ponerme en marcha, en cuanto se haga de día. He estado tanto con vos, que ya me siento fuerte y sano. Que Dios, si quiere, me conceda vivir lo suficiente como para volver a veros y pueda serviros y honraros. Espero no detenerme en ningún lugar —a no ser que me apresen o retengan— hasta llegar a la corte del rey Artús, pues lo quiero ver, en Carroic o en Caraduel. Guivrete le responde saliéndole al paso: —Señor, no os iréis solo, pues me iré con vos y así estaremos juntos con nuestros compañeros, si os apetece. Erec está de acuerdo y dice que su deseo es que emprendan la marcha. Por la noche hace aparejar todo, pues no querían entretenerse; todos se aprestan y se preparan. A la madrugada, cuando despiertan, ya están ensillados los caballos. Erec va a la habitación a despedirse de las doncellas antes de marchar y Enid acude detrás de él, muy contenta y alegre de que la marcha estuviera dispuesta. Se han despedido de las doncellas: Erec, que estaba bien enseñado, al despedirse les agradece por la salud y la vida y les promete, reiteradamente, su servicio; después, toma a una por la mano, a la que estaba más cercana a él; Enid ha tomado a la otra; han salido de la habitación, todos cogidos de la mano, y suben a la gran sala. Guivrete les aconseja montar ya, sin más tardanza. A Enid ya no le preocupa ver la hora en que estén a caballo. Junto a un escalón le han llevado un palafrén muy bueno, de suave caminar, tranquilo y hermoso; el palafrén era bello y bueno y no valía menos que el suyo, que se había quedado en Limors. Aquél era negro y éste es alazán, pero la cabeza era diferente: estaba dividida de forma que una mejilla la tenía completamente blanca, mientras que la otra era negra como una chova; entre ambas mejillas, tenía una raya más verde que el pámpano, y que separaba el blanco y el negro. Os puedo decir la verdad acerca de la cincha y del petral y de la silla, cuya labor era buena y hermosa: el petral y la cincha estaban llenos de esmeraldas; la silla era distinta, estaba llena de cara púrpura; los arzones eran de marfil y en ella tenía tallada la historia de cómo Eneas llegó de Troya, cómo en Cartago lo recibió en su lecho con gran alegría Dido, cómo Eneas la engañó y cómo ella se dio muerte por él, cómo Eneas conquistó después Laurente y toda Lombardía, de la que fue rey el resto de su vida. Hábil fue el trabajo, y bien tallado, adornado por entero con oro puro. Un escultor bretón que lo hizo, empleó más de siete años en tallarlo, sin entretenerse con ninguna otra obra; no sé a quién se la vendió, pero debió hacerle un gran servicio. Bien ha compensado a Enid la pérdida de su palafrén, al honrarla con éste. Le entregaron el palafrén, aparejado con tal riqueza, y ella monta con alegría; después, rápidamente, montan todos los demás, señores y escuderos. Muchos halcones y muchos gavilanes y muchos azores mudados y grulleros, muchos perros de caza y muchos lebreles hizo Guivrete que llevaran para entretenerse y distraerse. Aventura de la «Alegría de la Corte» Han cabalgado desde el amanecer hasta la caída de la tarde, siguiendo el camino, durante más de treinta leguas galesas, hasta llegar a la atalaya de un fuerte castillo, rico y hermoso, encerrado en una muralla reciente; alrededor, lo rodeaba un río tan profundo, tumultuoso y bravo como una tempestad. Erec se detiene a contemplarlo para preguntar y saber si alguien le podía decir la verdad de quién era el señor del castillo: —Amigo, ¿me sabríais decir —le pregunta a su buen compañero— cómo se llama este castillo y de quién es? Decidme si es de conde o de rey; ya que me habéis traído aquí, decídmelo, si lo sabéis. —Señor —le responde—, lo sé muy bien y os diré la verdad al respecto: el castillo se llama Brandigán y es tan bueno y hermoso que no puede ser dote ni de rey ni emperador. Si Francia, [Inglaterra] y todo el poder real y todos los que hay hasta Lieja, estuvieran alrededor asediándolo, no lo conseguirían tomar en su vida, pues la isla en la que se asienta el castillo tiene más de quince leguas y en su campo crece todo cuanto es necesario para un rico castillo: frutas, trigo, vino se dan allí, y no faltan ni bosque ni ribera; no temen ser asaltados por ningún sitio y nada podría hacerles pasar hambre. Lo hizo amurallar el rey Evraín, que lo tuvo todos los días de su vida y lo tendrá el tiempo que le queda; pero no lo hizo amurallar porque temiera a nadie, sino porque el castillo sería así más bello: si no tuviera muros o torres, y sólo el río que corre alrededor, sería tan seguro que no temería a nadie. —¡Dios! —exclama Erec—, ¡qué gran riqueza! Vayamos a ver la fortaleza y haremos que nos alojen en el castillo, pues quiero descabalgar allí. —Señor —le responde aquel a quien mucho le pesaba—, si no os enoja, no descabalgaremos allí: pasar por el castillo es muy malo. —¿Malo? —pregunta Erec—, ¿lo sabéis? Sea lo que sea, decídnoslo, pues con mucho gusto lo sabría. —Señor —le responde—, temo que sufrierais algún daño. Sé que tenéis en el corazón tal valentía y bondad que en cuanto yo os haya contado lo que sé de la aventura, que es muy peligrosa y arriesgada, vos querríais ir allí. He oído decir a menudo, que desde hace por lo menos siete años no ha vuelto nadie del castillo que hubiera ido a él en busca de la aventura; a él han acudido caballeros bravos y valerosos de muchas tierras. Señor, no lo tengáis por juego; por mí no lo sabréis, y prometedme, por el amor que me habéis jurado, que no me vais a preguntar por la aventura de la que nadie vuelve sin recibir afrenta y muerte. Ahora oye Erec algo que le apetece. Le ruega a Guivrete que no le parezca mal y le dice: —¡Ay!, buen dulce amigo, permitid que nos alojemos en el castillo, que no os moleste: ya es hora de tomar alojamiento, por eso quiero que no os pese y que si en algo me crece la honra, deberíais tenéroslo por muy bueno. Sólo os pido que me digáis el nombre de la aventura, del resto quedáis libre. —Señor —le contesta—, no puedo callar sin deciros lo que queréis. El nombre es muy hermoso de nombrar, pero difícil de llevar a cabo, pues nadie puede escapar con vida. La aventura se llama —eso os agradarᗠla Alegría de la Corte. —¡Dios! En alegría sólo hay bien —exclama Erec; eso busco. No intentéis retenerme, buen amigo, en esto ni en ninguna otra cosa; alojémonos allí, pues podemos alcanzar con ello un gran bien. Nada me podría retener e impedir que fuera en busca de la Alegría. —Señor —le responde—, que Dios os escuche y que podáis encontrar alegría y volver sin dificultades: veo que vais a ir. Ya que no puede ser de otra manera, vayamos: nos alojaremos allí; pues ningún caballero de alto mérito —según he oído contar y decir— puede entrar en el castillo, si quiere albergarse en él, sin que el rey Evraín no lo acoja; tan gentil y franco es el rey que ha hecho proclamar con bando entre sus burgueses, por lo más querido que cada uno tenga, que no alojen en sus casas a ningún noble hombre que venga de fuera, para que él mismo pueda así honrar a todos los hombres nobles que quieran alojarse allí. Así van hacia el castillo, pasan las barreras y el puente, hasta superar los límites, y las gentes que se han aglomerado por las calles en gran tropel, ven a Erec, que es tan hermoso, que piensan y creen que todos los demás son parecidos a él. Admirados lo contemplan todos; la ciudad toda se ha estremecido y temblado de lo que murmuran y hablan; incluso las doncellas que bailan con sus propios cantos, lo han dejado y han cesado; todas a la vez lo miran y se persignan por su gran belleza; de forma admirable se lamentan por él: —¡Ay! ¡Dios! —dice una a otra—, ¡desdichada! Este caballero que pasa por aquí va a la Alegría de la Corte. Triste estará antes de que pueda volverse: nadie vino de otra tierra en busca de la Alegría de la Corte sin que recibiera por ello afrenta y daño y sin que dejara la cabeza en prenda. Después, para que lo oiga, dicen en voz alta: —¡Dios te proteja, caballero, de cualquier desgracia!; eres muy hermoso y tu belleza es muy de lamentar, pues mañana la veremos extinguirse: mañana te llegará la muerte; mañana morirás sin remisión, si Dios no te protege y defiende. Erec lo oye sin dificultad y ha escuchado lo que de él decían en toda la ciudad: se lamentaban por él más de siete mil, pero nada puede hacer que se inquiete. Sigue su camino sin entretenerse, saludando con amabilidad a todos y a todas; y todos y todas lo saludan. La mayoría sudan de miedo, pues temen que no logre sino su muerte o su deshonra. Sólo de ver su aspecto, su gran belleza y su aire, ha conseguido los corazones de todos, de forma que temen su desgracia, todos, caballeros, damas y doncellas. El rey Evraín ha oído la noticia de que a la corte llegaban gentes con gran cortejo y que por el arnés, parecía que su señor fuera conde o rey. El rey Evraín sale a su encuentro en medio de la calle, y los saluda: —¡Sea bienvenido este cortejo, su señor y toda su gente!, ¡sed bienvenidos —les dice—, descabalgad! Han desmontado; les tomaron y cogieron, varios, los caballos. El rey Evraín no se sintió molesto cuando vio avanzar a Enid; la saluda al punto y corrió a ayudarla a descabalgar; por la mano, que era hermosa y tierna, la sube al gran salón, y con nobleza la invita; la honra en todo lo que puede, pues sabía hacerlo bien y con buenas formas, sin necedades y sin malos pensamientos; hizo que perfumaran una habitación con incienso, mirra y áloe: al entrar, le han alabado al rey Evraín la buena acogida. Entran en la habitación juntos, tal como les llevaba el rey, que sentía gran gozo por ellos. Pero, ¿por qué contaros [las pinturas], los bordados de las telas de seda que embellecían la habitación? Neciamente perdería el tiempo y no lo quiero gastar; sin embargo, quiero detenerme un poco, porque quien siempre sigue el camino recto, a veces se desvía: por eso quiero pararme. El rey mandó preparar la cena, cuando fue momento y a su hora. Aquí no quiero retrasarme, si puedo encontrar camino más recto: todo cuanto corazón y boca pueden desear, lo tuvieron en abundancia aquella noche: aves y caza, fruta y vino de varias clases; pero pronto pasó la buena cara, que es lo más dulce de todo, la buena cara y el buen deseo. Fueron servidos con mucha alegría, hasta que Erec, de repente, dejó de comer y beber, y comenzó a acordarse de lo que más tenía en el corazón: se acordaba de la Alegría y ha puesto en marcha las palabras; el rey Evraín las ha retenido. —Señor —le dice—, ya es tiempo de que os diga lo que pienso y por qué he venido. Me he abstenido de decirlo durante mucho rato, ya no lo puedo ocultar: pregunto por la Alegría de la Corte, pues nada deseo tanto. Concedédmela, sea lo que sea, si podéis hacerlo. —Ciertamente —le contestaba el rey— buen amigo, de forma alocada os oigo hablar. Es ésta una cosa muy dolorosa, pues desgraciados ha hecho a muchos nobles caballeros. Vos mismo, a fin de cuentas, seréis muerto y puesto en mala situación si no queréis creer mi consejo. Pero si queréis creerme, os aconsejaría que renunciarais a preguntar cosa tan grave, que no vais a conseguir llevar a término; no habléis más de ello, callaos; no usaríais el buen sentido si no creéis mi consejo. No me admira que busquéis honor y mérito; pero si os viera preso o empeorado en cuanto a vuestro cuerpo, mucho se me entristecería el corazón. Tened por seguro que he visto a muchos nobles caballeros, y los he recibido, que venían en busca de está Alegría: no sacaron ningún provecho de ello, antes bien, todos murieron y perecieron, antes de que el día siguiente hubiera anochecido y podéis esperarlo vos también, si emprendéis la aventura de la Alegría; lo mismo os ocurrirá, aunque os pese. Por eso os aconsejo que os arrepintáis y renunciéis, si es que deseáis alcanzar provecho. Os traicionaría y mentiría —ya os lo digo— si no os contara toda la verdad. Erec escucha y acepta que el rey le aconseja con razón; pero cuanto mayor es la maravilla y más difícil la aventura, más la desea y más se esfuerza por emprenderla, y dice: —Señor, os digo que os encuentro noble y leal; nada os puedo reprochar con respecto a lo que yo quiero hacer. Dejémoslo estar desde ahora, concluyamos este asunto, pues por nada, una vez emprendida la aventura, cometeré la cobardía de no utilizar todo mi poder antes de huir de la liza. —Ya lo sabía —dice el rey—; os enfrentaréis, en contra de mi voluntad, con la Alegría que requerís, mucho lo lamento y temo mucho vuestra desgracia. A partir de ahora tendréis todo lo que deseéis: si lo lleváis a cabo felizmente, habréis conquistado un honor tal como nunca nadie consiguió uno mayor; que Dios —así lo deseo— os conceda salir felizmente. Toda la noche hablaron de esto, hasta que se fueron a acostar, cuando las camas ya estaban preparadas. Por la mañana, cuando amaneció, Erec se despertó y ve el alba clara y el sol; y se levanta de inmediato y se prepara. Enid vuelve a enfadarse y está triste y afligida; mucho le ha aumentado con la noche el temor y el miedo que tenía por su señor, que quiere exponerse a tal peligro. Mientras tanto, él se prepara, nada puede hacerle desistir. El rey, para que se adorne el cuerpo, le envió al amanecer armas que empleó muy bien; Erec no las ha rechazado, pues las suyas estaban estropeadas, gastadas y en malas condiciones: ha cogido con gusto las armas, se hace armar en la sala. Cuando estuvo armado, desciende las escaleras abajo y encuentra su caballo ya ensillado y al rey, que estaba montado. Todos se disponían a montar, los de la corte y los de la hueste: no queda en el castillo nadie, que pudiera andar, sin ir. Cuando se ponen en marcha se produce mucho estruendo y ruido por las calles; porque grandes y menudos, todos decían: —¡Ay!, ¡ay! Caballero, Alegría te ha traicionado, la misma a la que tú pensabas conquistar, pero vas en busca de tu muerte y de tu propio daño. Y no hay uno solo que no diga: —¡Dios la maldiga a esta Alegría por la que han muerto tantos buenos caballeros. Hoy hará con éste cosas peores de las que nunca hizo, sin duda! Erec oye y escucha la mayor parte de lo que decían las gentes, pues todos exclamaban: —¡En mala hora naciste, hermoso caballero, gentil y diestro! En verdad no es justo que tu vida acabe tan pronto, ni que te venga ninguna desgracia por la que seáis herido o afeado. Bien oye las palabras y lo que dicen, pero pasa de largo: no iba cabizbajo, ni tenía cara de cobarde; al parecer, mucho le tarda en ver, saber y conocer de qué tienen todos tal angustia, tal miedo y tal pena. El rey lo saca fuera del castillo, a un vergel que había cerca y todas las gentes les siguen, rogando que Dios le permita salir con alegría de este asunto. Pero no se debe pasar, aunque la lengua se canse y se fatigue, sin que os cuente por extenso la historia verdadera de aquel vergel. El vergel no tenía alrededor ni muralla, ni empalizada, a no ser de aire; de aire está cerrado por todas partes —por nigromancia— aquel jardín, de forma que nada podía entrar en él si no entraba por un lugar determinado, como si todo estuviera cercado con hierro. Durante todo el verano y todo el invierno había allí flores y fruta madura; y la fruta tenia tal condición, que se dejaba comer allí dentro, pero era difícil sacarla fuera, pues cuando alguien quería llevársela, no lo podía hacer sin que a la salida la fruta volviera a su lugar. No hay pájaro que vuele bajo el cielo, cuyo canto agrade, entretenga y alegre al hombre, del que no se pudieran oír allí varios de cada clase. Y la tierra, en toda su extensión, no tiene especia o planta medicinal, equivalente a cualquier medicina, que allí no estuviera plantada y de la que no hubiera gran abundancia. Allí entró la multitud por una estrecha entrada, siguiendo al rey y a todos los demás. Erec iba con la lanza en el fieltro del arzón, cabalgando por medio del vergel, y se deleitaba mucho con el canto de los pájaros que cantaban allí dentro, presentándole así la Alegría, que era la cosa que él más deseaba: pero ve una gran maravilla que podría aterrorizar al más valeroso combatiente, ya fuera Tiebaut el Esclavo, o cualquiera de los que ahora conocemos, u Opinel, o Ferragut, pues ante ellos, sobre agudas picas, había yelmos brillantes y claros, y ve expuestas bajo los cercos de los yelmos las cabezas de cada uno; pero en la última pica se ve un yelmo que aún no tenía nada, sino un cuerno de caza. No sabe qué significa aquello, pero por nada se espanta, sino que preguntó qué era aquello al rey que estaba a su lado, a la derecha. El rey le responde y le cuenta: —Amigo, ¿sabéis qué quiere decir lo que ahí veis? Mucho os vais a espantar, si amáis vuestro cuerpo; pues la única pica que hay fuera, en la que podéis ver el cuerno colgado, ha esperado durante largo tiempo a un caballero; no sabemos a quién, si os espera a vos o a algún otro. Cuida de tu cabeza, que no sea puesta en ella, pues la pica muestra esa intención: ya os advertí antes de que vinierais aquí. No creo que salgáis jamás, a no ser muerto y despedazado. A partir de ahora sabéis que la pica espera vuestra cabeza; si llega a ser colocada en ella, como cosa que le ha sido prometida desde que la clavaron y pusieron, otra pica se fijará después de ésta y esperará hasta que venga no sé quién. Del cuerno no os diré más que nunca lo pudo sonar nadie; pero quien pueda tocarlo, alcanzará mérito y honor ante todos los de mi país; habrá hallado tal honor, que todos acudirán a honrarle y lo tendrán por el mejor de ellos. No hay nada más sobre este asunto: haced que se vuelvan vuestras gentes, pues la Alegría llegará pronto, y os hará sufrir, según pienso. Con esto lo deja el rey Evraín; Erec se vuelve hacia Enid, que a su lado mostraba gran dolor, aunque se mantenía callada, pues dolor que se expresa por la boca, de nada vale si al corazón no toca. Y él, que conoce bien su corazón, le ha dicho: —Bella dulce hermana, gentil dama leal y prudente, bien conozco vuestro corazón: tenéis gran miedo, ya lo veo y aún no sabéis por qué. Pero por nada os aflijáis, hasta que veáis que mi escudo está despedazado y yo, herido en mi cuerpo, y que veáis las mallas de mi loriga blanca cubiertas de sangre, y mi yelmo partido y roto, y yo, cansado y fatigado, sin poderme defender, sino que me sea necesario esperar piedad y suplicar más allá de mi voluntad. Entonces podréis mostrar vuestra aflicción, que habéis comenzado demasiado pronto. Dulce dama, aún no sabéis qué va a ser, y yo tampoco lo sé: por nada os afligís, pues podéis estar segura de que, aunque en mí no hubiera más valor que el que me da vuestro amor, yo no temería en combate cuerpo a cuerpo a ningún hombre vivo. Cometo locura, al vanagloriarme así, pero no lo digo por orgullo sino sólo por reconfortaros: reconfortaos, dejadlo estar. No puedo entretenerme más aquí, ni vos seguiréis más junto a mí, pues no os debo llevar más adelante, según ha mandado el rey. Entonces la besa y la encomienda a Dios y ella hace lo mismo; pero le entristece mucho que ella no lo siguiera y lo acompañara hasta saber y ver qué aventura será, y cómo se va a desarrollar; pero tenía que quedarse, pues no lo podía seguir más adelante: ella se queda triste y desconsolada. Avanza por una senda, solo, sin acompañamiento de gente, hasta que halló un lecho de plata cubierto por una sábana bordada de oro, a la sombra de un sicómoro, y en la cama estaba sentada una doncella gentil de cuerpo y hermosa de rostro, con todas las bellezas. No quiero contar nada más de ella, pero quien supiera explicar su elegancia y belleza, podría decir en verdad que Lavinia de Laurente, que fue tan hermosa y gentil, no tuvo ni la cuarta parte de su belleza. Erec se acerca hacia allí, pues quería verla más de cerca; junto a ella fue a sentarse Erec. En esto, ve venir un caballero, bajo los árboles, por el vergel, armado con armas bermejas, extraordinariamente grande, y si no fuera porque es demasiado grande, no habría bajo el cielo uno más bello que él, pero —según el testimonio de todas las gentes— era un pie mayor que cualquier caballero conocido. Antes de que Erec lo hubiera visto, le gritó: —¡Vasallo! ¡Vasallo! Estáis loco —así me salve yo—, pues vais hacia mi doncella. A mi juicio, no valéis tanto como para acercaros a ella. Muy cara pagaréis vuestra locura, por mi cabeza. ¡Retroceded! Se detiene, lo mira y se calla: no se movió el uno hacia el otro, hasta que Erec le contestó cuando le plugo: —Amigo —le contesta—, lo mismo se puede decir locura que buen sentido. Amenazad tanto como os plazca, que yo soy el que se callará porque no sabe nada de amenazas. ¿Sabéis por qué? Hay quien piensa tener la partida jugada y después la pierde; por eso, huye abiertamente el que pretende mucho y el que mucho amenaza. Y si hay quien huye, también hay quien persigue; no os temo tanto como para huir: pero permitidme que me defienda, si es que queréis luchar, que a la fuerza lo haría si no pudiera solucionarlo de otra forma. —No —le contesta—, así me salve Dios. No os va a faltar combate, pues yo os requiero y desafío. Sabed aquí todo, de forma cierta: no se sujetaron más las riendas; no hubo lanzas pequeñas, sino que fueron gruesas, alisadas y bien terminadas, eran rectas y fuertes. Se golpean con tal vigor en los escudos, con los cortantes hierros, que por medio de los brillantes escudos pasaron las lanzas más de una toise; pero no se alcanzan la carne, ni han quebrado la lanza. Cada cual, lo antes que puede saca la lanza y vuelven a chocar y retornan a la justa. Luchan el uno contra el otro y se golpean con tal ímpetu que ambos quiebran las lanzas y los caballos caen bajo ellos. Y aquellos, que siguen sentados sobre las sillas, no se tienen por impedidos: rápidamente se levantan, pues eran valientes y ligeros. A pie están en medio del vergel; de nuevo se atacan con las buenas hojas de acero de Vienne; se dan grandes y dañinos golpes sobre los escudos claros y brillantes, los hacen pedazos y les salen chispas de los ojos; y no pueden hacerlo mejor para romperlos y estropearlos de lo que lo hacen y de cómo se esfuerzan. Con fiereza se golpean con el filo y la hoja de las espadas. Tanto se han dado en los dientes, en las mejillas y en la nariz, los puños, los brazos, y bastante más, en las sienes y la nuca y el cuerpo, que les duelen todos los huesos. Están doloridos y muy cansados; no por eso se acobardan, antes bien, se esfuerzan cada vez más. El sudor y la sangre que gotea mezclada, les nublan los ojos de manera que, por poco, no ven nada y, muy a menudo, perdían los golpes, como quien no ve por dónde lleva la espada; y apenas podía dañar uno más al otro y, sin embargo, no creáis que no utilizan toda su fuerza. Por eso se les nublan los ojos, de forma que pierden la vista y dejan caer los escudos y se atacan con gran ira; se golpean e hieren hasta que se derriban de rodillas; así se combaten largo tiempo, hasta que pasa la hora de nona y el gran caballero se cansa, de forma que le falta el aliento. Victoria de Erec y reconocimiento de los héroes Erec lo lleva según su deseo, le golpea y lo hiere, de modo que le ha roto los lazos del yelmo y hace que se incline hacia delante; se cae sobre el pecho y no puede volver a levantarse; por daño que le sobrevenga, no le queda más remedio que decir y otorgar: —Me habéis vencido, no lo puedo negar; y mucho me contraría. Sin embargo, obtendréis tal situación y fama, que será bueno para mí; os ruego, si puede ser de alguna manera, que me deis a conocer vuestro verdadero nombre. Si me ha vencido uno mejor que yo, estaré contento, os lo garantizo; pero si resulta que me ha derrotado uno peor, por ello sentiré gran aflicción. —Amigo, quieres saber mi nombre —le contesta Erec— y yo te lo voy a decir, no me iré antes de decírtelo; pero será a cambio de que tú me digas de inmediato por qué estáis en este jardín: quiero saberlo todo de forma cierta, que me digas, tu nombre y la Alegría, que ya me tarda mucho en oírla. —La verdad de todo, señor —le responde—, os la contaré tanto cuanto os plazca, sin ningún temor. Erec no le oculta más su nombre: —¿Oíste hablar alguna vez —le pregunta— del rey Lac y de Erec su hijo? —Sí, señor; yo lo conocí, pues estuve en la corte del rey Lac muchos días antes de ser caballero y su deseo era que no me hubiera ido de su lado, por nada. —Entonces, me debes conocer bien, si estuviste conmigo en la corte de mi padre el rey. —¡A fe mía, que he tenido suerte! Ahora oiréis lo que me ha retenido tanto tiempo en este vergel: aunque me pese, os diré todo lo que me habéis ordenado. Esta doncella, que ahí está sentada, me amó desde su infancia, y yo a ella. A ambos nos agradaba, y el amor creció y nos fue mejorando, hasta que me pidió un don, pero no me lo nombró. ¿Quién le negaría nada a su amiga? No es amigo quien no hace absolutamente todo el bien a su amiga, sin dejar nada y sin mostrarse holgazán, si puede hacerlo de alguna manera. Le prometí lo que me pedía y cuando se lo hube prometido, quiso que se lo jurara. Y si hubiera querido algo más, yo lo hubiera hecho, pero ella dio crédito a mi palabra. Le prometí sin saber qué, hasta que fui caballero: el rey Evraín, de quien soy sobrino, me armó a la vista de muchos hombres, en este vergel en el que estamos. Mi doncella, que ahí está sentada, me recordó entonces la promesa y me dijo que le había jurado que nunca más saldría de aquí hasta que llegara un caballero que me venciera con las armas. Era razonable que me quedara, antes de faltar a mi promesa, ya que lo juré. Cuando conocí mi prisión y vi a la que yo más quería, no hice semblante ni puse cara de que me desagradara algo; pues si ella se hubiera dado cuenta, se reservaría para sí misma su corazón y yo no lo quería en ninguna manera, por nada que pudiera ocurrir. Así creyó retenerme mi doncella durante mucho tiempo: no pensó que algún día podría entrar en el vergel un vasallo que me venciera; así creía que yo estaría libre el resto de los días de mi vida, siendo su prisionero. Y yo hubiera procedido mal si hubiera faltado en algo y no hubiera vencido a todos los que pudiera: tal libertad hubiera sido villana. Bien os puedo decir y contar que no tuve ningún amigo, por querido que fuera, con quien fingiera tal cosa; jamás me cansé de las armas, ni me fatigué de combatir. Ya habéis visto los yelmos de los que vencí y maté; pero no se me debe culpar, si se tienen en cuenta las razones: no podía evitarlo si no quería ser falso, desleal o si no quería romper la palabra. Ya os he contado la verdad y, sabedlo bien, no es pequeña la honra que habéis ganado. Habéis conseguido gran alegría para la corte de mi tío y de mis amigos, que ahora la manifestarán ahí fuera; y por la alegría que iban a tener, todos los que fueran a la corte, la llamaban Alegría de la Corte, los que la esperaban. La han esperado durante tanto tiempo que ahora, por primera vez, vos se la vais a dar, al haber vencido. Habéis acabado y terminado con mis hazañas y hechos caballerescos y es justo que yo os diga mi nombre, ya que lo queréis saber: soy llamado Maboagraín, pero no soy conocido por ese nombre en ningún lugar donde he sido visto, a no ser en estas tierras; pues mientras fui doncel, nunca dije ni di a conocer mi nombre. Señor, ya sabéis la verdad de todo lo que me habéis preguntado, pero aún tengo cosas que deciros. Hay en este vergel un cuerno de caza que, según creo, ya habéis visto: no debéis salir de aquí antes de haber tocado el cuerno y entonces me habréis dado la libertad y empezará la Alegría. Quienquiera que lo oiga y escuche, no tendrá ningún obstáculo, al oír la voz del cuerno, para ir a la corte de inmediato. Levantaos de aquí, señor; id a tomar rápidamente el cuerno, pues ya no tenéis nada más que esperar, haced lo que debéis. Al momento se ha levantado Erec y éste se pone en pie junto a él; ambos van hacia el cuerno. Erec lo toma y lo hace sonar; emplea toda la fuerza, de forma que el sonido va muy lejos. Mucho se ha alegrado Enid; contento está el rey y contenta su gente; no hay uno solo a quien no le agrade y plazca mucho esto: nadie cesa y descansa de mostrar alegría y de cantar. Ese día se pudo vanagloriar Erec de que nunca se hizo tal alegría; no se podría narrar ni contar por boca de hombre, pero yo os haré un resumen, breve, sin demasiadas palabras. Vuela la noticia por el país, de que así ha sucedido la cosa. No hubo obstáculo alguno para que no acudieran todos a la corte; por todas partes acude el pueblo corriendo, unos a pie, otros a galope tendido, que unos no esperan a los otros. Y los que estaban en el vergel, se aprestaron a desarmar a Erec y todos cantaban con gusto, por la alegría, una canción y las damas trovaron un lai que llamaron Lai de Alegría, pero no es muy conocido. Erec está colmado de alegría y ha cumplido su promesa. Sin embargo, esta alegría no le agrada a la que estaba sentada sobre la cama, no le causaba placer; muchas gentes tienen que soportar y contemplar cosas que les pesan. Enid hizo una gran cortesía: al verla pensativa, sentada sola en el lecho, le entró deseo de acercarse a ella a preguntarle por su situación y persona y le preguntaría —si podía ser— para que le dijera algo de sí misma, pero que no le resultara demasiado desagradable. Enid pensaba ir sola, sin llevar a nadie; pero la siguieron una parte de las damas y de las doncellas, las de más valor y las más hermosas, por amor y por acompañarla y para reconfortar a aquella a la que la Alegría le enojaba, pues le parecía que su amigo ya no sería tan amigo suyo como antes, cuando salieran del vergel. Y por más que se lo embellezca, no puede evitar que se vaya, pues ha llegado la hora y el momento: por eso le corrían las lágrimas de los ojos por todo el rostro. Estaba mucho más afligida y apenada de lo que yo os puedo contar y, no obstante, se ha puesto en pie; pero ninguna de las que la reconfortan la convence tanto como para que abandone su aflicción. Enid la saluda con aire gentil; en un buen rato, no le contesta nada, pues se lo impiden los suspiros y sollozos, que la afean y empeoran. Mucho después, la doncella le ha devuelto el saludo y al mirarla, y contemplarla largamente, le pareció que la había visto en otra ocasión y que la reconocía; pero no estaba muy segura, ni se atrevió a preguntarle de dónde era, o de qué país, y dónde había nacido su señor: le pregunta que quiénes son ellos dos. Enid le responde al punto y le cuenta la verdad: —Soy sobrina —le contesta— del conde que tiene Laluth en su poder, hija de su hermana; nací y me crié en Laluth. No puede evitar entonces reírse de lo mucho que se alegró antes de que le oyera contar nada más; ya ha abandonado su dolor. El corazón le falla por la alegría, y no puede ocultar el gozo; la besa y abraza y le dice: —Soy vuestra prima, es la pura verdad, y vos sois sobrina de mi padre, pues él y vuestro padre son hermanos; pero pienso que no sabéis, ni lo habéis oído decir, cómo llegué a esta tierra: el conde vuestro tío estaba en guerra y acudieron a su hueste como mercenarios caballeros de muchos lugares. Así, bella prima, ocurrió que con uno de los soldaderos llegó el sobrino del rey de Brandigán; estuvo en casa de mi padre cerca de un año, hace —según creo— más de doce años. Yo era aún bastante niña y él era bello y atractivo; entonces hicimos nuestras promesas, tal como nos pareció. No quise nada que él no quisiera, de forma que empezó a amarme y me prometió y juró que sería siempre mi amigo y que me traería aquí; a mí me plugo y también a él. Se quedó y a mí ya me tardaba el venirme con él; nos vinimos ambos sin que lo supiera nadie más que nosotros dos; entonces éramos jóvenes y pequeñas vos y yo. Os he dicho la verdad; decidme ahora —igual que yo os lo he contado— la verdad sobre vuestro amigo y de qué modo os consiguió. —Hermana prima, me esposé de forma que mi padre lo supo y mi madre tuvo gran alegría. Todos nuestros parientes se enteraron y se pusieron contentos, como debían; también se alegró el mismo conde, pues es tan buen caballero que difícilmente se encontraría uno mejor; y ahora no es necesario probar su bondad y valor; no conozco a nadie semejante con su edad, ni pienso que ninguno sea igual a él. Me ama mucho y yo a él más aún, de modo que nuestro amor no puede ser más grande. Hasta ahora no le he faltado en amarle, ni debo hacerlo: en verdad, mi señor es hijo de rey y me tomó siendo pobre y estando desnuda; por él he conseguido tal honra que antes ninguna desamparada recibió una tan grande. Y si os place, os diré sin mentiros en nada, cómo llegué a tal altitud: no sentiré pereza en decirlo. Entonces le contó y explicó cómo llegó Erec a Laluth, pues no le preocupaba ocultarlo; le contó la aventura completa, palabra por palabra, sin omisiones; pero dejo de contároslo porque aumenta el aburrimiento de su cuento quien cuenta dos veces una misma cosa. Mientras ellas hablaban juntas, una dama sola, va deprisa a contarlo a los nobles, para acrecentar y aumentar la Alegría. De este gozo se alegraron juntos todos los que lo oyeron, y cuando lo supo Maboagraín, tuvo alegría por encima de los demás. El que su amiga se reconforte y que la dama le haya llevado con rapidez la noticia le ha alegrado de inmediato; incluso el rey se alegró, y aunque ya antes tenía gran alegría, ahora la tiene mucho mayor. Enid acude a su señor llevando consigo a su prima, más hermosa que Elena, y más gentil y bella. Hacia ellas avanzan corriendo Erec y Maboagraín, Guivrete y el rey Evraín y todos los demás; las saludan y les hacen honor, que nadie los evita ni se queja. Maboagraín muestra una gran alegría a Enid y ella hace lo mismo con él; Erec y Guivrete, ambos, tienen gran gozo por la doncella: todos tienen gran alegría y se besan y abrazan. Hablan de volver al castillo, pues ya han estado bastante en el vergel; todos se preparan para salir y salen con gran gozo y besándose todos. Tras el rey salen los demás, pero antes de que llegaran al castillo se habían reunido los nobles de toda aquella tierra; y todos los que supieron lo de la Alegría, si pudieron, acudieron allí. Fue grande la reunión y el tumulto: cada cual se apresura a ver a Erec, tanto los altos como los bajos, los pobres como los ricos; se colocan unos ante otros, lo saludan y se inclinan ante él y dicen todos, sin cesar: —¡Dios salve a aquel por quien la alegría y el gozo han vuelto a nuestra corte! ¡Dios salve al más bienaventurado de los creados por Dios! Así lo llevan hasta la corte y se esfuerzan en mostrar alegría, tal como les incita el corazón. Allí suenan arpas, violas, gaitas, salterios y zampoñas y todo tipo de instrumentos que se podría decir o nombrar; pero os los quiero resumir brevemente, sin una demora demasiado larga. El rey lo honra con todo su poder y todos los demás sin pereza; no hay nadie que no se ponga a su servicio con mucho gusto. Tres días completos duró la Alegría, antes de que Erec pudiera volverse. El cuarto, no quiso quedarse más tiempo por más que le rogaran; tuvieron gran alegría al acompañarle, y gran pesar al despedirse. No podría haber devuelto el saludo en medio día a uno por uno, si le hubiera contestado a cada cual: saluda y abraza a los nobles y a los demás, con una palabra los encomienda a Dios y los saluda. Enid no permanece muda al despedirse de los nobles: los saluda a todos, llamándolos por sus nombres y ellos le responden todos juntos. Al marcharse, besa y abraza con mucha dulzura a su prima. Se han ido, la Alegría cesa. Coronación de Erec Unos se van, otros se vuelven. Erec y Guivrete no se quedan, sino que emprendieron con alegría el camino, hasta que llegaron al castillo donde les indicaron que estaba el rey. La víspera estaba el rey orando: con él, en privado en sus habitaciones, sólo había quinientos nobles de su casa; nunca fue encontrado el rey tan solo; estaba muy preocupado porque no tenía gente en la corte. En esto llega un mensajero que aquéllos habían mandado por delante para anunciar al rey su llegada: va de inmediato ante la compañía y encuentra al rey y a toda su gente, los saluda como prudente y dice: «Señor, soy mensajero de Erec y Guivrete el Pequeño». Después le ha contado y dicho que venían a la corte a verle. El rey le contesta: «Sean bienvenidos, como nobles valientes y esforzados: no conozco en ningún lugar a nadie mejor que ellos dos; con ellos mejorará mucho mi corte». Entonces ha enviado a buscar a la reina y le ha dicho las nuevas. Los demás hacen ensillar, para ir al encuentro de los nobles; no se calzaron espuelas, tanto se apresuraron en montar. Brevemente os quiero decir y contar que ya había llegado al burgo el cortejo de la gente menuda, criados, cocineros y botelleros, para preparar el alojamiento; la gran compañía venía detrás. Se han acercado tanto que ya han entrado en la ciudad; ahora se encuentran todos, se saludan y se besan. Llegan a los alojamientos, se acomodan, se desvisten y se preparan y se ponen sus hermosas vestiduras; cuando ya estuvieron dispuestos, acudieron a la corte. Llegan a la corte, el rey los ve, y también la reina, que se hace a una lado para abrazar a Erec y a Enid: saltaba como un pájaro de lo contenta que estaba. Todos se esfuerzan en regocijarse con ellos y el rey manda imponer tranquilidad; después, le pregunta a Erec y le pide que cuente las nuevas de sus aventuras. Cuando se apaciguó el murmullo, Erec comienza su cuento: narra sus aventuras, sin olvidarse de ninguna. ¿Queréis que os diga qué acogida le depararon? No, pues bien sabéis la verdad de eso y de otras cosas, tal como yo os las he expuesto: contarlas me sería pesado, pues el cuento no es breve y habría que volver a empezar y poner las palabras tal como él las contó y dijo: de los tres caballeros a los que venció, después de los cinco, y después, el conde que quiso hacerle tan gran deshonra, después habló de los gigantes; todo por orden, poco a poco, les contó sus aventuras hasta que le partió la frente al conde que estaba sentado para comer y cómo recobró su caballo destrero. —Erec —dice el rey—, buen amigo, quedaos en esta tierra, en mi corte, tanto como deseéis. —Señor, ya que vos lo queréis, me quedaré con mucho gusto dos o tres años completos, pero rogadle también a Guivrete que se quede, os lo ruego. El rey le pide que se quede y éste se lo concede. Así se quedan ambos: el rey los retiene consigo y los trata con mucho afecto y honra. Erec estuvo en la corte, con Guivrete y Enid, hasta que murió su padre el rey, que era viejo y de mucha edad. Al punto se pusieron en marcha los mensajeros; los nobles que fueron a buscarle, los más altos hombres de su tierra, tanto preguntaron por él y lo buscaron, que lo encontraron en Tintangel, ocho días antes de Navidad. Le dijeron la verdad, qué le había pasado a su padre, viejo anciano, que había muerto y fallecido. A Erec le pesó mucho más de lo que con el rostro mostró a las gentes, pero el dolor de rey no es hermoso, ni conviene a rey mostrar aflicción. En Tintangel, donde estaba, hizo que cantaran vigilias y misas, prometió y cumplió promesas, tal como las había prometido, con casas de Dios y con iglesias. Muy bien hizo lo que tenía que hacer: buscó más de ciento sesenta y nueve pobres desamparados y los hizo vestir completamente de nuevo; a pobres clérigos y sacerdotes les dio —justicia fue— capas negras y cálidas pellizas para debajo. Por Dios hizo gran bien a todos: a los que tenían necesidad, les dio más de un sextero de dineros. Cuando hubo repartido sus bienes, después obró con sabiduría, pues del rey volvió a tomar su tierra; después le rogó y pidió que lo coronara en su corte. El rey le respondió que se dispusiera pronto, pues serían coronados los dos, él y su mujer con él, la Navidad que llegaba, y dijo: «Debemos ir de aquí a Nantes, en Bretaña; allí llevarán la enseña real, la corona de oro y el cetro en el puño: os otorgo este don y este honor». Erec le dio las gracias al rey y dijo que le había dado mucho. Al llegar la Navidad, el rey reúne a todos sus nobles; ordena venir a uno por uno y hace que vengan las damas: a todos se lo ordenó, no faltó ninguno; y Erec hizo venir a muchos: hizo venir a muchos y acudieron más de los que él pensaba, por servirle y honrarle. No sé deciros ni contaros quién fue cada uno, ni sus nombres, pero viniera quien viniera, Erec no olvidó ni al padre ni a la madre de mi señora Enid. A él lo llamó el primero y acudió a la corte con mucha riqueza, con ricos nobles y señores de castillos, no tenía acompañamiento de capellanes, ni de gente loca o necia, sino de buenos caballeros y de gente muy bien dispuesta. Cada día hacen una gran jornada; cabalgaron tanto cada día que con gran gozo y con gran honor llegaron la víspera de Navidad a la ciudad de Nantes. No se detuvieron en ningún sitio, entraron en la sala alta; Erec y Enid los ven, van a su encuentro, no esperan, los saludan y abrazan, les hablan con mucha dulzura y muestran alegría, tal como debían. Cuando se hubieron regocijado, se cogieron las manos los cuatro y fueron ante el rey; lo saludan y también a la reina que estaba sentada al lado suyo. Erec tenía por la mano a su huésped y dijo: —Señor, he aquí a mi buen huésped y a mi buen amigo, que me honró tanto que me hizo señor de su casa: antes de que me conociera de nada, me dio alojamiento muy bueno, me entregó todo lo que tenía, incluso me dio a su propia hija, sin recompensa y sin tomar consejo de nadie. —Y ¿quién es la dama que hay a su lado, amigo? —pregunta el rey. Erec no le oculta nada: —Señor —le responde—, de esa dama os digo que es madre de mi mujer. —¿Es su madre? —Sí, señor. Ciertamente, puedo decir bien que debe ser muy gentil y bella la flor que sale de tan hermosa planta, y aún mejores de lo que se podría pensar sus frutos, pues lo bueno, bien huele. Es bella Enid y bella debe ser, por razón y justicia, pues su madre es una dama muy hermosa y buen caballero tiene en su padre: en nada les ha mentido, pues mucho se parece a ambos en muchas cosas. Aquí se calla el rey y descansa; les ordena que se siente; no desoyen su orden: al punto se han sentado todos. Ahora tiene Enid una gran alegría, pues ve a su padre y a su madre, a quienes hacía mucho tiempo que no había visto. Mucho le ha aumentado el gozo, le resultaba agradable y le plugo mucho y mostró cuanta alegría pudo; pero no pudo mostrar tal alegría que aún no la tuviera mucho mayor; yo no quiero decir nada más por ahora, pues el corazón me lleva hacia la gente que estaba allí reunida de muy variadas tierras. Hubo allí bastantes condes y reyes, normandos, bretones, escoceses, ingleses de Inglaterra y de Cornualles; hubo allí muy rica nobleza, pues de Gales hasta Anjou, en Alemania o en Poitou, no hubo caballero de gran valor, ni gentil dama de buen aire que no estuviera en la corte de Nantes, por lo menos los mejores y más gentiles, pues el rey los ha convocado a todos. Escuchad ahora, si así lo deseáis: cuando toda la corte estuvo reunida, antes de que sonara la hora de tercia, el rey Artús armó caballeros a cuatrocientos y aún a más; todos eran hijos de condes y de reyes: a cada uno le dio tres caballos y tres pares de vestidos, para que su corte resplandeciera más. El rey fue muy espléndido y generoso: no dio mantos de sergas, ni de conejo, ni de ligera lana, sino de jamete y de armiño, de veros y de buena seda, con listas de orifrés, gruesas y abultadas. Alejandro, que tanto conquistó, que dominó a todo el mundo, que fue tan generoso y rico, fue, con respecto al rey, pobre y tacaño; César, el emperador de Roma, y todos los reyes que se os nombran, en los dichos y en los cantares de gesta, no dieron tanto en una fiesta como el rey Artús dio el día que coronó a Erec; ni se atrevieron a gastar tanto César y Alejandro como éste gastó en la corte. Se extendieron los manteles, sin obstáculo, por todas las salas; se sacó todo de las arcas y quien quiso tomó sin límite. En medio de la corte, había, sobre un tapiz, treinta modios de esterlinas blancas, pues desde tiempos de Merlín hasta entonces corrían por toda Bretaña las esterlinas. Allí tomaron recompensa todos: aquella noche se llevó cada uno a su alojamiento tanto como quiso. A la hora de tercia, el día de Navidad, se reunieron todos allí; Erec tenía el corazón lleno por la gran alegría que se le acercaba. No podrían contar, lengua ni boca de nadie —por mucho que supiera de arte— un tercio, ni un cuarto ni una quinta parte del lujo que hubo en su coronación. Gran locura voy a emprender intentando describíroslo; y ya que me es necesario hacerlo, y es cosa que se puede hacer, no dejaré de decir al menos una parte, según mi entendimiento. En la sala había dos tronos de marfil, blancos, hermosos y nuevos, iguales, del mismo tamaño. El que los hizo, sin duda, era diestro e ingenioso, pues los hizo tan parecidos en altura, anchura y aspecto que por más que mirarais alrededor para distinguirlos, no encontraríais nada en uno que no estuviera en el otro. Y no había en ellos nada de madera, sino que todo era de oro y de puro marfil; estaban muy bien labrados, pues las dos patas de un lado parecían leopardos y las otras dos, cocodrilos. Un caballero, Bruián de las Islas, los había regalado y ofrecido al rey Artús y a la reina. El rey Artús se sentó en uno, en el otro hizo que se sentara Erec, que iba vestido con un mujayar. Leyendo, hemos encontrado en la historia la descripción del vestido: se aduce como testimonio a Macrobio que se ocupó de la historia y que la había oído, yo no miento. Macrobio me enseña a describir, tal como la he encontrado en el libro, la labor del tejido y su aspecto. Lo habían hecho cuatro hadas con gran conocimiento y habilidad. La primera representó a Geometría, tal como observa y mide, con el cielo y la dura tierra, de forma que no faltó nada; y cómo calcula después el bajo y el alto, el ancho y el largo; y luego, observa el mar, cómo era de grande y profundo, y cómo mide el resto del mundo; esta labor puso la primera de las hadas. La segunda se esforzó en representar a Aritmética y se esforzó en hacerlo muy bien: cómo numera, según el sentido, los días y las horas y las aguas del mar gota a gota y después toda la arena y las estrellas, por completo; bien sabe decir la verdad al respecto, y cuántas hojas hay en un bosque; en ningún número se equivocó, ni mentirá en nada, pues sabe mucho de ello: tal era la obra de Aritmética. La tercera labor era de Música, con la que se emparejan todos los entretenimientos: canto y discanto, [y sonido de cuerda] de arpa, de rota y de viola; esta labor era buena y hermosa, pues delante estaban todos los instrumentos y cosas agradables. La cuarta, que trabajó después, llevó a cabo un trabajo muy bueno, porque representó a la mejor de las artes: se ocupó de la Astronomía, que hace tantas maravillas y que se aconseja con las estrellas, con la luna y con el sol. No toma consejo de ninguna otra cosa que haya en cualquier lugar; aquéllas le dan buen consejo de cuantas cosas les pregunta, de cuanto fue y de cuanto será, a la fuerza lo tienen que saber, sin mentir ni engañar. Esta obra estaba representada, en la tela de la que estaba hecho el vestido de Erec, trabajada y tejida con hilo de oro. La piel, que lo forraba, era de unos extraños animales, de cabeza rubia y cuerpo negro como mora, de lomo rojo por encima y panza negra y cola de color índigo; tales animales nacen en India y se llaman bestezuelas, sólo comen pescado, canela y clavo fresco. ¿Qué os diré del manto? Era muy rico, bueno y hermoso; cuatro piedras tenía en el broche: en un lado, dos crisolitas y en el otro, dos amatistas, que estaban engastadas en oro. Enid no había llegado aún al gran salón: cuando el rey ve que se retrasa, le ordena a Galván que vaya a buscarla, para llevarla a la gran sala. Galván corre en su busca, no fue lento, con el rey Garoduán y el generoso rey de Gavoie; Guivrete el Pequeño le acompaña y detrás va. Ydier, el hijo de Nut; también acudieron allí otros nobles, escoltando a las damas, con los que se podría destruir un ejército, pues había más de un millar. La reina se esforzó en embellecer a Enid lo más que pudo. La han llevado a la gran sala, a un lado Galván el cortés y al otro, el generoso rey de Gavoie, que la quería mucho por Erec, que era sobrino suyo. Cuando llegaron a la gran sala, acude a recibirlos corriendo el rey Artús y con nobleza ha sentado a Enid junto a Erec, pues quería hacerle una honra muy grande. Luego, ordenó sacar de su tesoro dos coronas, macizas y de oro puro. Apenas lo había ordenado y dicho, le trajeron las coronas sin más tardanza, adornadas con carbunclos, que había cuatro en cada una. Nada es la claridad de la luna comparada con la claridad que podía dar el más pequeño de los carbunclos: por la luz que arrojaban, todos los que había en la gran sala, se espantaron mucho, pues de pronto no veían nada; incluso el rey se espantó y, no obstante, se alegró mucho al ver aquellas coronas tan brillantes y bellas. Hizo que una la tomaran entre dos doncellas y la otra dos nobles. Después ordenó que avanzaran los obispos y priores y los religiosos abades, para ungir al nuevo rey, según la ley cristiana. Ya han avanzado todos los prelados, jóvenes y viejos, porque en la corte había bastantes clérigos, obispos y abades. El propio obispo de Nantes, que era hombre muy justo y santo, consagró al rey novel, con mucha santidad y de forma muy hermosa y bella, y le puso la corona en la cabeza. El rey Artús hizo que trajeran un cetro que era muy estimado; oíd cómo era el cetro: era más transparente que el cristal, hecho con una sola esmeralda, y tenía de grueso el tamaño de un puño. Me atrevo a deciros la verdad, pues en el mundo no hay ninguna clase de pez, animal salvaje, hombre o pájaro volador, que —según su propia imagen— no estuviera representado allí y tallado. El cetro fue entregado al rey, que lo contempló admirado y, sin tardar más, el rey Erec se lo puso en la mano derecha: ya era rey tal como debía ser; después han coronado a Enid. Habían tocado a misa, van a la iglesia mayor a oír misa y el oficio religioso; después van al obispado a rezar. De gozo veríais llorar al padre y a la madre de Enid, que se llamaba Tarsenesida; tal nombre tenía, en verdad, su madre y su padre se llamaba Licorante: ambos estaban muy contentos. Cuando llegaron al obispado, salieron a buscarlos con reliquias y tesoros, con la cruz, con las Escrituras, con incensarios, todos los monjes del monasterio y con santos cuerpos, pues en la iglesia tenían muchos: todo lo sacaron al encuentro y hubo bastantes cantos. Nunca vio nadie tantos reyes, condes, duques y nobles en una misa; la muchedumbre era grande y abundante, pues la iglesia se llenó: no pudieron entrar villanos, sólo damas y caballeros. A la puerta de la iglesia quedaron bastantes, tal cantidad se había reunido, que no pudieron entrar en el templo. Después de oír toda la misa, regresan al castillo. Todo estaba dispuesto, colocadas las mesas y tendidos los manteles: hubo quinientas mesas, y aún más; no os quiero obligar a que lo creáis, puede parecer mentira que en una sala fueran puestas en fila todas las mesas; no digo eso. Hubo cinco salones llenos, de forma que, con dificultad, había sitio para pasar entre las mesas. En cada mesa había, en verdad, o rey, o duque, o conde, y cien caballeros contados tenían asiento en cada mesa. Mil caballeros servían el pan, mil el vino, mil la comida, todos vestidos con túnicas de armiño nuevas. De los diversos manjares que fueron servidos aunque no os lo diga, sabría daros razón; pero tengo que comprobarlos. [Para qué contar la comida; tuvieron en abundancia, sin peligro, con gran alegría y en cantidad fueron servidos según el deseo de cada uno. Cuando terminó la fiesta, el rey clausuró la reunión de reyes, duques y condes, de los que era grande la suma, y de otras gentes y de gentes menudas, que acudieron a la fiesta. Les ha dado generosamente caballos, armas y dinero, tejidos y sedas de muchas clases, porque era muy generoso y por Erec, al que amaba tanto. Aquí acaba el cuento. FIN DEL ROMAN DE EREC Y ENID Bibliografía BEZZOLA R., Le sens de l’aventure et de l’amour (Chrétien de Troyes), París, Champion, 1968. BEZZOLA R., Les origines et la formation de la littérature courtoise en Occident (550-1200), 5 vols., París, Champion, 1960-1967. BBSIA, Bulletin bibliographique de la Société Internationale Arthurienne, desde 1949. 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Su fuente de inspiración se encuentra en la tradición celta y en las leyendas bretonas (la llamada matière de Bretagne). Pero él confiere a estos materiales una dimensión cristiana nueva, fuertemente impregnada por los cantares de gesta en lengua d’oil de la segunda mitad del siglo XII. De sus obras, cinco de sus novelas han llegado hasta nosotros: —Érec et Énide, 1170 —Cligès, 1176 —Li Chevaliers de la charrette (titulada también Lancelot), 1177-1181 —Li Chevalier au Lion (titulada también Yvain), 1177-1181 —Li Conte du graal (titulada también Perceval), 1190 Una sexta obra, Guillaume d’Angleterre, novela que se le atribuye, aunque su autenticidad es dudosa. Notas [1] Vid. Frappier, Chrétien de Troyes, pp. 5 y ss. [2] Edic. A.; Micha, CFMA, París, Champion, 1975, vv. 1-8. [3] De la lista que nos ofrece Chrétien sólo se han conservado Erec y la historia de Filomela; es lamentable la pérdida de las demás obras, en especial la del Tristán, pues —sin duda— ofrecía una versión distinta de las conservadas, si juzgamos por las ideas que Chrétien expone en sus romans. [4] Vid. C. Alvar, La poesía de trovadores, trouvères y Minnesinger, Madrid, Alianza Edit., 1981. Se discute aún si cierto cuento edificante titulado Guillaume d’Angleterre fue escrito también por Chrétien. [5] Algunos autores, como Bezzola, creen que las obras de tema clásico son posteriores a Erec, ya que consideran que la enumeración de Chrétien sigue un orden cronológico. Vid. C. García Gual, Primeras novelas europeas, pp. 185 y ss. [6] Vid. Frappier, Chrétien de Troyes, pp. 65 y ss. [7] Este momento se caracteriza por el abandono de la Materia Clásica y el inicio de la Materia de Bretaña. [8] Así, Förster piensa que es de hacia 1150; Hofer, la fecha en 1164; G. Paris, en 1168 y Fourrier en 1170. Para la cronología, vid. A. Fourrier, «Encore la chronologie des oeuvres de Chrétien de Troyes», en BBSIA, 2, 1950, pp. 69-88. [9] Hay traducción castellana del Lancelot por C. García Gual y L. A. de Cuenca: Lanzarote o el Caballero de la carreta, Madrid, Alianza, Edit., 1983. El Caballero del León ha sido traducido por M.-J. Lemarchand, Madrid, Ediciones Siruela, 1984. [10] Hay traducción castellana del Perceval: Perceval o el cuento del Graal, traducción de M. Riquer. Madrid, Espasa-Calpe (Austral), 1961. [11] El que esta obra esté inacabada no quiere decir que el autor muriera cuando estaba redactándola. Vid. Riquer, Leyenda del Graal y temas épicos medievales. Madrid, Prensa Española («El Soto»), 1968. [12] Todas ellas son ideas queridas para Chrétien, como observa Frappier, Chrétien de Troyes, pp. 58 y ss. [13] Véase un resumen de todo ello, en Z. P. Zaddy, Chrétien Studies, Glasgow, 1973, pp. 60-67 y también J. Frappier, Chrétien de Troyes, París, 1957, pp. 82-103. [14] Cf. R. Bezzola, Le sens de l’avénture et de l’amour, París, Champion, 1968 y E. Köhler, L’aventure chevaleresque, París, Gallimard, 1974. [15] En realidad, no se trata de un mabinogi en el sentido estricto de la palabra: los Mabinogion son cuatro (Pwyll, Branwen, Manawyddan y Math), aunque tal denominación se hace extensiva a otras narraciones, en galés también, que se hallan en los mismo manuscritos (Libro rojo de Hergest). Vid. V. Cirlot, Los Mabinogion, Madrid, Editora Nacional. [16] Entre los trovadores provenzales son frecuentes las alusiones a Erec y Enid, considerados ejemplo de amor; Guerau de Cabrera (en Cabra Juglar, vv. 73-75) cita el episodio del gavilán (pp. 62 y ss.) en unos versos que han suscitado numerosas controversias, pues Guerau III de Cabrera (muerto entre 1159 y 1165) no pudo conocer la obra de Chrétien, que se suele fechar hacia 1170. Es posible que el Erec tuviera una doble redacción y que Chrétien utilizara en su obra el episodio del gavilán que, protagonizado por Erec, debía tener vida independiente. (Vid. F. Pirot, Recherches sur les connaissances littéraires des troubadours… Barcelona, 1972, pp. 469-475.)

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